En una reciente entrevista en la gira de promoción de esta novela, Eduardo Mendoza, el gran Mendoza, afirmaba que con los años había depurado tanto, tanto, su estilo que estaba a punto de disolverse. Ojalá que no se disuelva nunca, que no se disperse ni se esfume, pero no puede negarse que el escritor barcelonés (premio Cervantes 2016) ha logrado una prosa tan pura y diáfana, tan alejada de floripondios y barroquismos, tan rítmica, que las páginas se leen y leen de esa manera en la que se leen los libros ayunos de hojarascas y sin embargo muy literarios: de una forma placentera. No se notan las costuras, no hay que leer ningún párrafo dos veces, cosa meritoria para lo que uno -a veces- se encuentra hoy día en los anaqueles de las librerías. Todo parece fácil. Hecho del tirón. Y en efecto: eso, que parece tan fácil, es lo más difícil.

'El negociado del yin y el yang' nos pone de nuevo delante a Rufo Batalla, atolondrado personaje que ya protagonizara 'El rey recibe'. El negociado no es exactamente la segunda parte de esta, puede leerse de forma independiente, pero engarza con ella, se remite a hechos y personajes ya conocidos por el lector que se haya zambullido en 'El rey recibe' y se inscribe en un proyecto literario que finalmente será una trilogía denominada genéricamente 'Las tres leyes del movimiento'. A través de ella, de Rufo Batalla, viviremos algunos de los grandes acontecimientos del siglo XX. En el volumen que nos ocupa, Batalla (al que conocimos en la Barcelona de1968 como novato periodista que por azar cubre la boda de un estrafalario aristócrata) es ahora funcionario en Nueva York. Ciudad soñada. Apartamento en barrio elegante. Buen sueldo. Poco trabajo. Estamos en 1975. Muere Franco. Muere el padre de Rufo Batalla. Entonces, realiza un viaje fugaz para el sepelio. Pero piensa que debe regresar a su país de forma definitiva. No puede perderse el devenir político de España en tan interesante momento. La ciudad de los rascacielos ha dejado de emocionarle y los conocidos y (pocos) amigos que posee son de una sosería o inanidad soportable pero poco emocionante. Carece de pareja. Con todo dispuesto, la mudanza enjaretada y el cambio de mentalidad efectuado, se le cruza, de nuevo, el príncipe Tukuulo (solo Mendoza podría bautizar así a un personaje), enigmático en sus intenciones, taimado tal vez, astuto y seductor, que pretende el trono de Livonia, un país, un reino, un territorio, encajonado entre varias repúblicas soviéticas. Si disparatada es su pretensión, más disparatada (y saludablemente enloquecida, valga la paradoja) es la misión que tiene para Rufo Batalla. Misión que lo llevará a Japón. Y a partir de ahí está lo mollar de la historia. El verdadero asunto. Al que no llegamos hasta leer ciento y pico páginas. Páginas, todas las del libro, de puro placer. Sin embargo, por enarbolar algún pero, falta algo de punch. Un pelín de garra. No estamos ante la ambiciosa, inolvidable e imprescindible (somos conscientes del significado de este adjetivo) 'La ciudad de los prodigios' y sí, es puro territorio Mendoza, con ese humor (nunca sarcasmo cruel) tan marca de la casa. Con ese estilo potente del que se ha dotado. Pero el lector, que lejos de perder el tiempo asiste a una gozosa experiencia, contempla una sucesión de acontecimientos. Pasan cosas. No puede negarse. Y pasan. Sin que veamos muy bien a veces a qué conducen. Sin duda, el defecto es nuestro: nos falta paciencia. Delicioso resulta el personaje de Mónica Coover (o Queen Isabella), desternillante y magistral la sola idea de que pueda haber exisitido, en efecto, un negociado oficial, en Japón, para encauzar los efectos administrativos de ese revés y envés de la suerte que es el yin y el yang (la dualidad en la que se divide el universo según el taoismo). Pero lo esencial es la mirada mendoziana a la realidad. Bendita mirada: siente afecto por lo absurdo, parodia tan bien que a veces parece que (el mundo) va en serio. Edifica tramas complejas que nos traslada con pasmosa facilidad, se resumen acontecimientos magnos de forma accesible y sí, finalmente, con distanciamiento de un Dios benévolo y con sonrisa, consigue, está consiguiendo con la trilogía, un fresco del orbe que ha vivido la generación nacida en los sesenta. Pero a nosotros lo que nos interesa es si Anamari se lo pasó bien en Nueva York, en qué diantres trabaja Agustín, hermano del protagonista, cómo va a resolver su madre la viudedad, si Mónica (o Isabella) siente de verdad lo que nos parece que siente por Batalla. Y si éste, lastrado por una punzada de inconformismo y lacerado por una particular melancolía (en efecto, se puede ser infeliz en Nueva York con trabajo fijo) va a ser o no feliz de una vez. Va a dar guerra este Batalla, que sí, algo tiene de autobiográfico de Eduardo Mendoza. ¡Todos a Livonia!