Al protagonista de 'Memorias de un antihéroe', pequeño gran libro de Kornel Filipowicz, sólo le preocupa estar vivo mañana. El relato de sus andanzas entre la entrada de los alemanes en Polonia en 1939 y su liberación por las tropas rusas en 1945 transcurre bajo una nota común: salva tu pellejo y deja el resto para los manuales de filosofía. Despojada de cualquier adorno que no apunte al despliegue de sus acciones para continuar con vida, la instancia narrativa demanda del lector un absoluto compromiso de respeto hacia lo contado y al tiempo una suspensión del juicio moral.

El propio narrador, en un momento de su crónica, asegura que, contra toda tentación de bonhomía o trascendencia, él carece de ideología. Su credo se reduce a la supervivencia. Ello no lo convierte por necesidad en un egoísta y mucho menos en un malvado. Su afán por alcanzar el día siguiente no se cobra víctimas. Y aunque su voluntad no se apiada de sus conciudadanos polacos en la derrota, tampoco se ceba en el oprobio al opresor alemán en su derrota. No señala ni denuncia, compelido a ser un paciente de las desdichas de la guerra mientras intenta que esa fuerza bruta, inalienable y obtusa que son las pasiones humanas, no lo aniquile por completo.

El bagaje de sus evidentes miserias, de sus contadas virtudes, de sus muchas cautelas podría movernos al asco, la repulsa o la acusación, y sin embargo, a medida que avanzamos en la lógica de los acontecimientos, asumimos que juzgar a este hombre atribulado y al tiempo banal, aferrado a su poco atractivo cuerpo y a sus humildes demandas, a quien no distraen de su empeño por seguir vivo el placer de las mujeres, la tentación del enriquecimiento ni el afán de notoriedad, nos condenaría a un cinismo sin mérito y exigiría de nosotros una talla moral que no podemos arrogarnos.

Así, en el haber narrativo de Filipowicz hay que situar su decisión de entregar el testigo, la voz y el gesto a un personaje imposible de amar, pero que en su desapego empático obra el misterio de situarnos frente a nuestras contradicciones. Ante los padecimientos de este hombre solitario, ¿alguien podría reclamar la seguridad de un veredicto certero? ¿Alguien podría lanzar un «yo acuso» que supusiera algo más que una postura teatral, apriorística, aprendida? ¿Alguien podría demandar el derecho a cifrar las omisiones, la falta de altruismo, las puntuales artimañas que animan a este tenaz ciudadano? Y sin embargo, qué hallazgo el de las últimas páginas de esta medida narración, cuando el antihéroe asiste impávido y con el espíritu templado de quien a pesar de los pesares no ha perdido la ironía, al hecho de que, a la postre, ha resultado que a ojos del mundo su actitud ha venido a ser la de un hombre íntegro, probo, honorable. Será porque la Historia, como la fama, no es en realidad otra cosa que un continuo malentendido en torno a las circunstancias de los hombres.