Ricardo Menéndez Salmón (Gijón 1971) es autor de novelas como La Ofensa, La luz es más antigua que el amor, Medusa o El Sistema, Premio Biblioteca Breve 2016. En No entres dócilmente en esa noche quieta, publicada también en Seix Barral, Salmón convierte la escritura en un escalpelo para diseccionar, con la eficacia del forense y la frialdad de una belleza que sutura, la salud terminal de su padre y su conciencia de la muerte a través de la memoria, de la experiencia y de la Literatura.

¿Qué se necesita para escribir acerca de la muerte del padre, además de madurez y distancia?

Un sentimiento de reclamo, de que hay partes de nuestra vida cuyo escrutinio no puede aplazarse sine die. El libro nace de una necesidad. No es un libro elegido. Es un libro impuesto.

En su autopsia emocional y psicológica aborda cómo la enfermedad le confiere a usted el testigo sobre la certeza del final de la vida.

Este es un texto de madurez, que no podría haber escrito diez años antes. Lo siento como el cierre de un círculo de experiencia, tanto vital como literaria. La desaparición de los padres obliga a un cambio en la percepción que uno tiene de la muerte. La muerte muda de la tercera persona, algo que le sucede a los otros, a la primera persona, algo que te va a suceder a ti. La muerte del padre es un velo que cae y te desnuda

¿Igualmente comprobó la sentencia de Norman Mailer de que la vida de la que uno no puede escapar te da el conocimiento que necesitas para crecer como escritor?

En efecto. Pero lo que Mailer no dice es cuánto se tarda en conquistar esa sabiduría. Mi vida creativa ha sido un largo deambular en torno a un centro. Y lo que he descubierto mientras redactaba este libro es que ese núcleo del cual brota la escritura es la enfermedad de mi padre.

¿Se cicatriza el dolor con la escritura a corazón abierto?

Cicatriza, sin duda. La herida permanece, pero ya no sangra. Y si de vez en cuando vuelve a abrirse, al menos uno está armado para restañarla. Este libro ha sido una catarsis. No sólo es un libro espejo, que me obliga a contemplarme cómo en realidad soy, sino que es un libro exorcista, que me ha permitido contemplar cara a cara mis temores, incluso mis demonios

Durante la salud siempre en quiebra de su padre usted se esconde en la buhardilla de la literatura. ¿Una fuga contra el dolor o una búsqueda inconsciente de conocimiento?

Cuando mi padre enfermó yo tenía once años. No estaba armado intelectual ni emocionalmente para entender todo aquel capital de dolor ni los cambios que traía a nuestra vida. La literatura me regaló un lugar de asilo y también una forma de inquisición. Siempre he creído que la literatura posee esas dos fortalezas: es un bálsamo y es un espacio de sabiduría.

¿Cómo se crece con la angustia anticipada de la muerte?

Uno enferma. O al menos yo lo hice. Y tu propio cuerpo te tiraniza, lo domina todo. La enfermedad de mi padre, su cronificación hasta convertirse casi en un statu quo, se convirtió en mi caso en una hipocondría severa, con la cual convivo desde entonces. Casi siempre la tengo bajo control, pero a veces se desboca. Carlos Barral tiene un gran poema, «Vaciado del miedo», que explica perfectamente en qué consiste ese miedo permanente a enfermar.

Usted afirma que la enfermedad es como un mecano y a la vez como una cebolla que posee capas.

La enfermedad es un objeto. Admite ser descrita, pesada, medida, comparada. Puede incluso tasarse. La enfermedad no es sólo un rudimento taxonómico. Dibuja un ecosistema, una cadena trófica, un cosmos con sus planetas y satélites, con sus encrucijadas y sus monstruos. La enfermedad, al menos para mí, es un país, un clima.

La conciencia, el desamparo, el dolor, las huellas limpias de cualquier suciedad, los relatos fundacionales de la identidad de los padres. ¿Descoserlo todo como un forense para hallar la verdad y comprenderla?

Me interesa mucho esa dimensión forense, archivística de la literatura. De hecho, el elemento más complejo de manejar en este libro ha sido lograr una distancia con respecto a lo sucedido. La idea era conseguir un equilibrio entre lo íntimo y lo notarial, entre una visión innegociable, que sólo a mí compete, y una frialdad que me permitiera contemplarme a mí mismo y a quienes me han forjado con desapasionamiento.

En su obra casi siempre es el arte la perspectiva desde la que interpretar el enigma de lo que se cuenta. ¿Por qué?

Robert Filliou, el artista del grupo Fluxus, lo ha explicado con una sentencia inolvidable: «El arte es lo que vuelve la vida más interesante que el arte».

El título de su libro es el verso inicial de un poema de Dylan Thomas, pero el último, «Rabia contra la agonía de la luz», ¿no es dónde reside la necesidad de hacer las paces con su padre?

El poema de Dylan Thomas es un himno, una ofrenda. Yo al menos lo entiendo como un acto de rebeldía. Quizá este libro, que conjura la vida de mi padre y la mía a su lado, no sea otra cosa que un intento por mantener audible ese grito.