Un logro pavoroso. Así podría resumirse 'Nuestra parte de noche', novela con la que Mariana Enríquez reinventa la narrativa de terror, los escenarios con casas encantadas, la literatura de la conspiración y la paranoia. Todo en este libro enfermo e infeccioso apunta al diálogo con formas reconocibles y asumidas de cierta gramática de género, pero lo hace para dinamizar y dinamitar sus límites. Hay aquí una sociedad hermética, la Orden, y un principio arcano, la Oscuridad; hay una división del mundo en víctimas y verdugos, agentes y pacientes, casta rectora y carne para la bestia; hay una sucesión de brujos, médiums, testaferros maléficos; hay un enigma extravagante, hechizos de distinto signo y una voluntad férrea, la conquista de la inmortalidad, factores que han venido nutriendo desde antiguo la novela fáustica y la mitología del monstruo, de Bram Stoker a Stephen King, pasando por Gustav Meyrink.

Mérito de Enríquez es haber insertado estas piezas en un escenario más resonante, donde la pesadilla encarna en lo íntimo y en lo colectivo, en la provincia familiar y en el mapa epocal. Por un lado, la novela se puede leer como una radiografía política de la Argentina de los últimos cuarenta años del siglo XX; por otro, admite contemplarse como la disección de una patología, una historia de amor desesperada y bellísima entre un padre herido, inolvidable, Juan, un hijo marcado por el don de la revelación, Gaspar, y una madre robada, insoportablemente humana, Rosario, cuya vida transcurre entre hombres dominados por el aura de la magia, la tiniebla, el poder de decidir acerca de la vida y la muerte.

Enríquez disecciona los sustratos de esta peripecia con una dicción precisa, muy eficaz, de engañosa sencillez, para colocar en su centro, en el corazón filosófico de esta notable obra, una evidencia antropológica tomada de Zora Neale Hurston, una de las figuras más seductoras de la Harlem Renaissance de los años 20. Esa idea capital, en torno a la cual transcurre la estructura privada y pública de 'Nuestra parte de noche', sostiene que los dioses se comportan siempre como las personas que los han creado. Y hay en la novela, latente y manifiesto, voraz, caprichoso, insaciable, un dios antiguo, un dios con hambre, un dios fétido y caníbal, enésima reencarnación de Moloch, cuya resistencia a desaparecer conforma las páginas más poderosas de este libro y cuya evidencia a la hora de manifestarse dibuja paisajes aterradores, que dialogan con El Bosco, con la lógica de los crematorios, con las aberraciones de la pasión humana por infligir daño.

No se sale indemne de esta obra, de una belleza helada e incómoda, y que logra algo tan misterioso como que las palabras, las simples, cotidianas palabras, puedan engendrar miedo. Al menos yo lo he sentido, con una rara sensación de gratitud y asombro, cuando Enríquez hace decir a Luis, uno de sus mejores personajes, una frase que quizá resuma lo que significa este libro extraño y poderoso: «Hacemos ruido para tapar el agujero que tenemos dentro».