Nadie conoce Europa como Claudio Magris. Ha leído il professore -como le llaman en Trieste, la cuna de su identidad en la frontera- su alma de collage con la serenidad de un flaneur que ha recorrido las huellas de su memoria. Unas veces con forma monumental de piedra, otras igual que venas de agua donde su narcisismo y sus sueños se han orillado, y que también ha transitado para entender las culturas que riega y baña, o convertir el Danubio en una carta de amor para una despedida. Qué recuerdo aquel viaje con su esposa Marisa Madieri enferma de cáncer. Todavía hoy, quién fue senador de una vieja Roma republicana y azote para Berlusconi, continúa haciendo de Europa el personaje de los libros que enriquece con una escritura que él afirma desplegar para rellenar los espacios en blanco de la vida, suplantar el sueño con la letra, sustituir lo que no existe. Las palabras como conciencia y mapa de un dibujante de cuaderno de mano, con estilo pulcro y curiosidad suave pero voraz de fotógrafo Cartier que retrata engañando a no mirar, y amante de un diálogo ilustrado con las distintas Europas de Europa, habitadas en un café con espejos, en el silencio de otra época detrás de un periódico, en las estatuas de las plazas, en las paredes de una calle, en los juegos de los niños, en el retrovisor de un coche, en la aparente insignificancia de los detalles y la belleza de la imperfección de la existencia que para Magris es uno de sus argumentos preferidos. Los que desenvuelve en su último libro, 'Instantáneas', lleno de todo lo anterior que él atrapa y piensa, antes de enamorarse de su sinestesia emocional, de la idea que expresa, del símbolo que contiene y cuya suma él nos regala con su prosa madura y persistente en lo que nos evoca o nos despierta. Un sorbo de vino exquisito que paladear y disfrutar, y a veces el aroma de tiempo de un café contra el tiempo que se persigue a sí mismo, es lo que siempre nos ofrece Magris.

Hay en este último cuaderno literario suyo, traducido por Pilar González Rodríguez y de nuevo en Anagrama, su otra Trieste de papel, mucha evanescencia y melancolía de ese mundo a la deriva del que proviene su cultura y que se desvanece, y en su corazón resuena su hermandad con Svevo, con Walser, con Musil, aunque lo que importa es la gran sensibilidad con la que nos narra acerca de la Historia, de la vida, de nosotros. Son cuarenta y siete estampas desglosadas en escenas y escenarios donde recoge el canibalismo de unas palomas en un jardín triestino con la mitología escultórica de una Europa semidesnuda con un águila bicéfala en el hombro, a cuyos pies el cadáver magullado de otra paloma representa un fúnebre festín pico a picotazo de las que fueron compañeras de su vuelo. Está también la maravillosa historia de un tabernero que colaboró obligado con los alemanes vigilando trenes, gracias a lo que aprendió a qué temperatura deben conservarse los distintos embutidos, y que a los funerales de tres periodistas de la RAI muertos en Serbia, envía la corona de flores más grande sin haberlos conocido, agradecido por la liberación de aquella guerra: "No puedo ofrecerles una copa, así que€". La de la pequeña estatua de bronce en homenaje de un perro vagabundo, Malchik, que frecuentaba la estación de metro de Mendeleyevskaya en Moscú, asesinado por una modelo enfurecida porqué le ladró en defensa de sus sitio a su perrita terrier. Y el relato de los niños que molestan a la gente en una playa con su juego de pistolas de agua, y preguntan porque una madre no regaña a esa hija que habla y no se le entiende, y es negra como el ébano.

Muchos más cromos a los que darle la vuelta como un bar de Estocolmo, la galería neoyorkina de Leo Castelli o el Estambul de columnas cristianas con la cabeza de Medusa. Instantáneas de la delicadeza de la mirada y de la vasta cultura acerca del mundo contemporáneo, que contienen denuncia social, reflexiones, imágenes sobre las que empezar nuestro propio relato, y que sobre todo transmiten mucha humanidad. Magris del que nunca dejar de aprender.