En una lúcida, impresionante confesión, 'Esa visible oscuridad', el novelista William Styron intentó retratar, sirviéndose de un oxímoron, lo que Baudelaire llamó «el viento del ala de la locura». Para ello recorrió las distintas estancias de ese paisaje llamado depresión (la tristeza aniquiladora, la parálisis vital, el malestar estéril, el consuelo engañoso de la farmacopea, la naturaleza idiopática de la dolencia), hasta proponer una poderosa metáfora de lo que significa ser alguien cercado por esa enfermedad. Styron definió al depresivo como un «herido en marcha» para quien los deberes de la vida no se derogan y que transita del dolor al dolor, de la pena a la pena, del hastío al hastío, de modo que no es el sufrimiento físico lo que aniquila su resistencia, sino la angustia ante la ausencia de esperanza. Pero el autor de La decisión de Sophie fue lo suficientemente perspicaz como para comprender que la depresión no podía reducirse a una cuestión de neurotransmitores y cerebros averiados, a una negligencia química. De hecho, fueron la belleza del arte y de la literatura, y la fidelidad de unos pocos amigos, los flotadores que salvaron a Styron de morir ahogado en el mar de la melancolía.

Conexiones perdidas, del periodista Johann Hari, abunda en la pesquisa en torno a una pandemia intentando de igual modo abrir la paleta de razones del mal. Su propuesta contempla la enfermedad desde una perspectiva amplia, que huye de cualquier reduccionismo biologicista, como si la serotonina fuera la única llave que abriera y cerrara la caja de Pandora de la depresión, hasta proponer una mirada que abarque las dimensiones afectiva, psicológica y sociológica de la enfermedad. Depresivo él mismo, Hari confiesa haberse embarcado en un viaje alrededor del mundo para detectar las diversas formas de desconexión que ayudan a identificar los motivos de la dolencia y que constelan un mapa de la tristeza que excede con mucho el diagnóstico de una falla química y el discreto encanto de la lotería genética.

Esas desconexiones nacen de la ideología de una civilización agresiva en lo material y vacante en lo anímico, feroz en su individualismo y discreta en su solidaridad, que impone la felicidad como un deber antes que como un derecho y cuya violencia se concreta en trabajos sin sentido, falta de empatía, pérdida de valores, omisión de la autobiografía, olvido del respeto a uno mismo, alejamiento de lo natural, incapacidad para concebir un futuro estructurado e ignorancia de la importancia que posee la neuroplasticidad del cerebro. Para subsanar esas carencias, valiéndose siempre del capital de la experiencia y del sentido común, Hari propone una serie de reconexiones no por obvias menos decisivas: oficios vocacionales, creencias significativas, abrazo de la colectividad, desapego hacia uno mismo y su egotismo, confianza en proyectos a medio y largo plazo. Un programa que, bien mirado, debe tanto todavía a lo que ciertas escuelas de pensamiento, como la estoica y la epicúrea, nos concedieron hace más de dos mil años, y cuyas bondades no caducan.