Cada 28 de marzo en el Museo Británico, a unos pasos del 46 de Gordon Square, en el barrio de Bloomsbury, recuerdan a Virgina Woolf. El 28 de marzo de 1941, era viernes, Virginia se puso su abrigo, llenó sus bolsillos con piedras y se lanzó al río Ouse cerca de su casa y se ahogó. Sobre su escritorio dejó una entrañable carta de despedida a su esposo Leonard. «No puedo luchar más»,le decía. El inicio de la Segunda Guerra Mundial, el bombardeo de su casa de Londres por la aviación alemana, el desdén con el que fue recibido su último trabajo, su biografía sobre su amigo Roger Fry, empeoraron el trastorno bipolar que sufría hasta llegar a la desesperación y el suicidio.

Hasta entonces, con las dificultades con que la enfermedad la castigaba, la escritura fue la creencia y el empeño vital de Woolf que hizo de la literatura su conciencia, que le permitió vencer la desesperación y que fue su salvación hasta que la depresión, a la que ganó una y otra vez, le venció un último pulso; pues Virginia nunca estuvo loca más que de literatura para la que poseía por herencia un talento de altísima sensibilidad que le hirió de muerte. Gracias a esa sensibilidad pudo tener una percepción privilegiada de la realidad, una aprehensión descarnada y genial de todo cuanto la rodeaba.

Tras la muerte de Woolf en 1941 su obra inexplicablemente comenzó a caer en el olvido. Los cambios sociales operados tras la Segunda Guerra Mundial llevan a la postergación las ideas de la escritora en la ilusoria creencia de que estaban superadas. Pero, a partir de los años setenta del pasado siglo la obra de Virginia queda definitivamente desempolvada y adquiere la solidez que conocemos.Woolf venía de otro mundo, de su universo de Bloomsbury, un grupo social elitista y progresista que influyó decisivamente en ella y fue centro de la vida cultural de Londres. A ese grupo pertenecieron con mayor o menor asiduidad intelectuales de la talla del escritor E. M. Foster, el economista J. M. Keynes y los filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein. El círculo estaba abierto a otros artistas como la pintora Dora Carrington o el propio Gerard Brenan.

Para la posteridad dejó no sólo una novela sublime como 'Al faro' sino un faro para las mujeres de excepcional claridad y razonamiento en su ensayo 'Un cuarto propio'. En él Virginia Woolf indicaba a las mujeres que no hay victimismo posible ni excusa para que la mujer no haga todo lo posible por cambiar su realidad; y les recuerda que «en nuestras manos está nuestro destino». Y les advierte de «que no hay brazo en que apoyarnos y de que andamos solas y de que estamos en el mundo de la realidad y no sólo en el mundo de los hombres y las mujeres». Esto fue en 1929. Y ahí sigue su análisis, trágicamente actual, fino y certero en su cruel.

En 'Un cuarto propio' o en novelas como 'La señora Dalloway', Virgina Woolf demuestra que es ya una escritora enraizada entre los clásicos. Estas y otras obras muestran la extraordinaria lucidez y habilidad narrativa de la autora para describir de un modo tan natural, e implacable a su vez, la realidad de la mujer a través de la historia, su lucha.

La editorial Lumen editó en 2008 una excepcional biografía de su sobrino Quentin Bell, que realiza un retrato único de su tía la escritora. Gracias a esta biografía pudimos conocer como Virginia aprovechó su viaje de bodas con Leonard Woolf para desplazarse hasta Málaga en busca de su amigo Gerard Brenan. En viejos trenes y a lomos de mulos, Woolf conoció la Málaga deprimida y mísera de 1912.

Ahora, cuando han pasado casi setenta años desde el día en que Virginia Woolf nos dejaba internándose en las aguas del río Ouse con sus bolsillos cargados de piedra, el trabajo biográfico de Quentin Bell se ha convertido en un exquisito recuerdo literario en cuyas páginas permanece intacta la voz indeleble de una mujer que vivió y escribió con el talento que distingue a los genios.

El libro lo abarca todo, la vida familiar de la pequeña Virginia, el inicio de sus primeros trastornos psíquicos, la influencia del grupo de Bloomsbury, sus primeros pasos como autora y su continuidad y nos da a conocer el ansia con que esperaba las recensiones de sus trabajos. Por supuesto su vida familiar, su relación con Vita Sackville-West y la enorme serenidad y bienestar que le supuso su vida al lado de su marido Leonard Woolf.

En su carta de despedida a su marido Virginia le recordada la felicidad que le había dado, pero que ya nada era suficiente. «Siento que voy a enloquecer de nuevo. Creo que no podemos pasar otra vez por una de esas épocas terribles. Y no puedo recuperarme esta vez. Comienzo a oír voces, y no puedo concentrarme. Así que hago lo que me parece lo mejor que puedo hacer. Tú me has dado la máxima felicidad posible. Has sido en todos los sentidos todo lo que cualquiera podría ser. Creo que dos personas no pueden ser más felices hasta que vino esta terrible enfermedad».