Escribir caliente no es fácil. Se admiten apuestas sobre cómo se desnuda el lenguaje con erotismo. No el suave con penumbra, de Aute, ahora que se nos ha ido, aunque quedan sus cuadros, la memoria de las sábanas en las que muchos han confesado que iniciaron su deseo con sus canciones de clima. No, no me refiero a esa excitación de las palabras, sino a las que no necesitan más que un roce entre ellas porque cada una va cargada de energía contraria, dispuesta a penetrar y ser penetrada por las otras. Engatillar así los adjetivos, poner contra la pared los verbos, despojar de un manotazo los sustantivos es una empresa difícil. Exige conocer a fondo la piel de las palabras, dominar su temperatura, carecer de pudor y distancias en la capacidad de moverlas ferozmente por el texto, y que éste sea una habitación de paso, el rincón de una oficina, la alcoba conyugal donde lo lúbrico suceda en las páginas y en la imaginación que las voltea. O tener un instinto para hacerlo sin que suene obsceno ni forzado ni a ecos de lecturas ese lenguaje entre las manos, y que en cambio sí posea la respiración densa, húmeda, lenta, provocativa -intolerable si se quiere- de la trama que sube, baja, se eleva en el centro, da un giro, se rompe, se arregla. Todo esto le sale a la escritura de Leila Slimani, fácil, como un flujo, a veces en torrente, en ocasiones incisiva e incluso sensual. Es su suma lo que atrapa y sacude al lector de En el jardín del ogro donde se folla y se sufre, se huye y se busca. Al menos su protagonista Adéle lo conjuga todo sin cohibirse, exhibiendo su deseo y contagiando del mismo a sus lectores. ¿Es esto lo que se espera de una novela erótica? Juzgue cada cual según su termostato, pero sin duda tiene garra esta novela.

Leila Slimani aborda la adicción sexual femenina con libertad de mirada y libertad de prosa. Sus referentes están claros: Severine de Belle de jour de Joseph Kessel con su burguesa rubia Severine, más fría y necesitada de humillación bajo la fantasía del ojo cortado a navaja de Buñuel; a Elfriede Jelinek con su pianista Erika Kohut, algo de El amante, de Marguerite Duras, y varias cosas de Virginie Despentes. Son los ingredientes de su cóctel, ella los desgaja, los exprime, los mezcla adecuadamente, los derrama en su escritura como si ésta fuese la pulpa. Y tiene también coraje siendo marroquí frente a la trama de su protagonista. Tampoco habrá sido sencillo para su traductora Malika Embarek López ponerle carne de otra lengua a la moderna Madame Bovary que en esta historia es una periodista parisina, independiente, audaz, casada con la tibieza confortable de un marido médico para quien el deseo no es prioritario, y un hijo al que quiere aunque le resta tiempo. Es necesario este bodegón emocional, doméstico, casi cliché, con aspiración a lo bucólico, en el ámbito de los afectos igual que en el de lo profesional. Un microcosmos donde va sucediendo la autodestrucción de esta mujer que busca sexo como una irrefrenable pulsión que le provoca angustia, dolor y placer. Tres piedras de hielo que chocan y se disuelven en el interior de la misma copa en la que el deseo es el líquido que se bebe en esta novela. Igual que si fuese bourbon, lo mismo que ginebra seca.

No sólo de sexo se alimenta el perturbador jardín de Adéle. En su trama laten otros voraces felinos: la rutina de la pareja; los límites entre infidelidad y traición; la presión del paso del tiempo; las exigencias de la maternidad; lo supuestos avances en igualdad en un mundo donde la entrega laboral es las medida de todas las cosas; las sutiles formas de opresión de la feminidad; las contradicciones o no entre el consentimiento del erotismo en lo privado frente a lo público, y al por supuesto rechazo de la violencia del abuso. Hay una radiografía social y de clase, análisis psicológicos y el suspense propio de un thriller en esta curiosa parábola moral. Leila Slimani explora, incomoda, descarna hipocresías y sentimentalidad, y convierte el sexo en un eficaz escalpelo de la naturaleza humana y su envés al rojo.