Tiene Miguel Delibes, con su madera de héroe sencillo, adusto de palabra y observador de mirada de entrenador de fútbol, una sombra de ciprés alargada en la literatura y el periodismo. Los dos géneros de frontera con trabajo de campo y soledades en los que empleó su talento con aire de Azorín meditabundo, con la melancolía hacia dentro de Machado y su olfato con magisterio seco y de afecto firme para educar talentos como el de Francisco Umbral, el de Pepe Oneto, o el de un joven con pasaporte del Heraldo de Aragón, siempre cigarro de humo negro en mano, y camisa blanca con el cuello de la corbata suelto en combate. El perfil de Javier Goñi en aquellos años de inviernos con vaho lento en las mañanas, por los que anduvo junto al director Delibes entrevistándolo para un programa de la 2 de TVE llamado Tiempo de papel. Qué curioso el apoyo a la información cultural en aquellos años de precariedad de libertades y de dinero atado en corto. Ese fue el inicio de las muchas otras horas que el autor del libro pasaría con el maestro que nos cumple cien años, y todos guardamos como esa sombra de ciprés alargada, tutelar en la literatura con surcos de lenguaje sin marañas y de la cabecera del periódico que en Valladolid sobrevive, y en cuyas páginas hay firmas de talla como las de Angélica Tanarro, Tomás Val, David Felipe Arranz y la huella siempre de aquel jefe de la tribu, Manu, que también se murió de Delibes, es decir ambos cansados de mundos y huérfanos de afecto cercano. De esas horas de pregunta abiertas y generosas que dan para mucho, incluso para monólogos que abordan los recuerdos y los mundos de una lado a otro, nos cuenta este libro de Javier Goñi y de Fórcola que se suma a la memoria de un hombre digno, de un escritor honesto y de campo llano.

nos cuentan estas páginas a dos voces, una más grande y grave cabalgando hasta donde la deja la otra que de repente propone otro sendero o rumbo, de la infancia de Delibes entre castañas locas, los conciertos de la banda municipal, la figura solitaria de cazador de su padre, dispuesto a hablar consigo mismo, igual que luego haría don Miguel, su hijo, a lo ancho de la naturaleza que despunta en bruma sus pájaros, sus murmullos, la magia de sus prodigios. Está la huella del joven dibujante de vocación que terminó de caricaturista en el periódico, esperando que aquellas crónicas de fútbol que escribía en el colegio lo condujesen a las praderas de Zane Grey, a las aventuras de Rebelión a bordo y a las de la Biblioteca oro a noventa céntimos la lectura en papel amarillo sin peso de plomo en la escritura.

Le pregunta Javier Goñi, despacio, tendiéndole en blanco un papel de aire por el que navegar sin prisa, y evoca Delibes el 18 de julio en la calle Colmonares, su obsesión por la muerte de la que escapó escribiendo lo que sería Literatura del Nadal la noche en la que los Reyes le echaron 15 mil pesetas en billetes que entonces eran grandes y crujían. El premio que le regalaría también la amistad con su editor Vergés, de la que Destino tiene un hermoso libro de cartas cruzadas. Hermoso es también El camino, su novela grande como le confesó a Goñi que lo mueve entre nombres como el de Virginia Woolf, Ana María Matute, Faulkner y Steinbeck, pájaros de cuenta los dos últimos en una época donde la literatura norteamericana se llevaba de cine, y en España otra y en sus márgenes Juan Goytisolo.

Habla Delibes, lo imagina uno en humo junto a Goñi, mano a mano, el cenicero y las palabras, acerca de su vida con la escopeta al hombro por los campo de Castilla; del desasosiego de la escritura contra las horas o la Ley de Prensa de Fraga del 66; de su talante progresista y de su interés por los sueños; de la muerte de su mujer; de los personajes de sus novelas, de La Milana. Y entre sus confesiones, reflexivas, honestas, cercanas, la memoria periodística de Javier Goñi acercándole a Delibes el librillo de papel para liar la vida.