Un escritor también tiene derecho a ser libre. A caminar por su escritura sin género de dudas y de ninguna clase, sin preocupaciones acerca de la estructura de la trama, de si ésta se silba igual que un estribillo o asemeja ideas para un cuento, apuntadas en un diario donde salvarse. Un escritor tiene derecho a dejar que su deseo de viento le despeine la escritura de la que disfruta sus ritmos de más, sus ritmos de menos según avanza, de las salidas de la avenida principal de la historia para entretenerse con otras posibles rutas o ensimismándose en un destello el tiempo que le parezca oportuno. Un escritor tiene derecho a hurgar en las heridas comunes de la gente, en las que esconde junto a sus miedos o a ordenar sus fantasmas y su peso, igual que si fuesen pájaros en esos cables de alta tensión o en los álamos secos en los que se posan como si fuesen notas de un pentagrama para el instrumento del aire, u hojas echando un sueño. Todas estas libertades sólo exigen un lenguaje vivo, que sea parecido a una casa en la que uno entra y quiere quedarse. Es lo que sucede -de hecho, todo lo que hasta este instante he dicho- con Isabel Bono y su 'Diario del asco'. Una novela que por el estilo, entre la poesía -de la que es una voz sensible y con personalidad al margen de tendencias-, el aforismo, la narrativa fragmentaria, y la introspección de las emociones como cromos, recuerda lo mejor de Boris Vian, de quién celebramos 'Centenario con jazz de trompeta de fondo'. Su universo cruzado por la sombra de las enfermedades, del suicidio, de la ternura, el juego, y el sentido de la vida rehén de todas las promesas de la felicidad.

Isabel Bono narra en corto la vida de Mateo desde que se asesina fallidamente en un hotel, sin que sepamos si ha leído o no a Pavese, y vuelve a su casa con las muñecas vendadas y su odio hacia el padre y su hermano. El segundo es una ausencia con la que nunca se condujo bien entre celos y los afectos de una madre que los abandonó por la vía más rápida del balcón hacia la calle, y al primero lo combate a través de conversaciones y gestos entre las que ninguno de los dos se encuentra. Ni al otro, ni a sí mismos. Su actitud ante la vida es imaginarse un mundo vacío, mira contempla paredes, las preguntas se le escapan entre los dedos y no sabe la manera de limpiar el polvo sucio que cubre sus emociones. Tampoco conoce la mejor manera de ponerle llanto o un cascabel a la tristeza, o si es posible escapar de todo -sobre todo de su padre que cada día le salpica el desayuno con tragedias de televisión y radio- a través de la lectura y los billares. Mateo, igual que una criatura de Vian o de la Amelie de la película, sobrevive en las arenas movedizas de lo cotidiano y de las rutinas de la convivencia tirando de extrañamientos, buscándose en detalles en los que encontrar una brújula. Y en medio de su vida sin horizonte, una esposa a la que amar con simples comentarios, la imagen de Kasparov envejeciendo mal con alfil blanco; los zapatos de la gente a los que adivinarles su personalidad, y una psiquiatra con la que explorar lo que sabe y lo que no sabe. Hasta que aparece Micaela que chupa caramelos mientras se ducha, le cuenta cuentos que no se sabe si terminan y le enseña a hacer listas. Transcurre su vida sin que suceda ninguna aventura. Nada le colma. Tampoco encuentra cómo dejar de sentirse un reflejo en un escaparate de lámparas.

'Diario del asco' registra una existencia entre el desasosiego, las culpas y una soledad difícil de encajar en la de otros. Resulta amargo pero Isabel Bono lo cuenta fácil, humano, con mucho humor Buster Keaton. Y lo hace con la brillante libertad de una escritura con la que a la vida de muchos su historia sobre las pequeñas grandes cosas les hace terapia, llanto y después una esperanza. Dulce, igual que la gelatina con forma de peces rojos.