Cuando Gustave Flaubert murió el 8 de mayo de 1880, sin haber cumplido los 60 años, pero envejecido por la desolación y una pesadumbre melancólica, trabajaba concienzudamente, pese a su estado, en la que consideraba que sería su gran obra literaria: Bouvard y Pécuchet, una deslumbrante crítica para desenmascarar la mediocridad, que no es una plaga de nuestros tiempo, como algunos ingenuos pensarán, sino que ya existía entonces.

Bouvard y Pécuchet, dos modestos y solitarios empleados de oficinas deciden dedicar su jubilación y su fortuna al estudio de las mas diversas disciplinas. El resultado, tras años de tarea, es cada vez más desastroso y desalentador y su empresa se acaba transformando en una desternillante farsa y los dos amigos se hunden poco a poco en su propia insustancialidad y su necedad.

La verdad. Flaubert, un lobo solitario debido a su enorme timidez social, que le lleva al desprecio de buena parte de sus congéneres, emplea aquí toda su mala idea y su rigor literario en hacer un retrato enciclopédico de la estupidez humana; de manera especial, con saña incluso, pero también con gran lucidez, de la burguesía de su tiempo. En resumen una auténtica farsa filosófica, considerada por muchos como la culminación literaria de ese implacable observador de la naturaleza humana y las infinitas manifestaciones de la estupidez que fue Gustave Flaubert, del que ahora se cumplen 140 años de su muerte.

Por eso es bueno leer a Flaubert, para librarnos de la estupidez y tener bien señalados a los que desde aquí y allá pretenden ejercer desde la memez para intentar jodernos la vida.

Ahora que se pretende avanzar hacia una Europa sin fronteras, sin prejuicios y sin desigualdades sería bueno que nuestros responsables políticos -los españoles y el resto- leyesen a Flaubert. Con suerte, algunos se sentirían retratados y se retirarían. En otros casos el grado de ineptitud o estupidez les cegaría para cualquier otra reflexión.

Dando un vistazo a la vida de Gustave Flaubert podría pensarse que nació y vivió en un siglo equivocado, pues despreció todo ese adocenamiento y mediocridad que caracterizó a buena parte del siglo XIX; pero fue su ambición de fustigar con fiereza la mezquindad y la estupidez que a su juicio caracterizaba a la burguesía de su tiempo lo que le llevó a escribir historias trascendentales como Madame Bovary o La educación sentimental.

De vivir en el siglo anterior, en el bullicioso escenario de la revolución francesa, seguramente Flaubert hubiese disfrutado más de la vida pero el resto habríamos disfrutado menos de su literatura que, sin duda se alimentó de su gran agudeza y de su necesidad de plasmar su belicosidad hacia una sociedad que despreciaba por su indolencia.

Contra esa indolencia Flaubert trabajaba con empeño y decisión y tremenda meticulosidad en su actividad literaria. Su concepción del trabajo era de veneración a éste por lo que desterraba la improvisación y la inspiración desarrollando una energía extraordinaria en la concepción de sus obras, en las que no deseaba nada que no fuera real.

Era obsesivo en su meticulosidad tratando de conseguir lo que perseguía; necesitó 56 meses para escribir Madame Bovary, pero en cada una de sus obras se impuso un enorme esfuerzo de preparación y escritura (no consideró publicable La tentación de San Antonio hasta haberla reescrito tres veces).

Como tarea preparatoria de esa actividad meticulosa, Flaubert portaba siempre un cuaderno de apuntes donde volcaba las ideas para sus libros, y también aforismos, sentencias, deliciosas y punzantes reflexiones sobre todo lo que consideraba objeto de su juicio.

También sus cuadernos, sus cartas, especialmente a su amante Louise Colet, nos permiten ahondar en el descubrimiento de este genio, que no quiso serlo y descubrir al hombre que supo poner en papel una radiografía social de su tiempo sin tapujo alguno.

«El verdadero escritor es aquel que, sin salir de un mismo tema, puede hacer, en diez volúmenes o en tres páginas , una narración, una descripción, un análisis y un diálogo. Fuera de ello están los farsantes o la gente de buen gusto: dos categorías de mediocres», decía Flaubert .

El gran retrato de esta descripción es Madame Bovary. Con 165 años a sus espaldas, la novela sigue siendo un retrato fresco y eterno de una burguesía indolente donde la monotonía, el suicidio, las desilusiones de la vida cotidiana y otros temas escandalosos para esa época, rodean la vida de Emma Bovary y la abocan fatalmente al adulterio.

Al hechizo que ejerce la figura de la protagonista hay que añadir la sabia combinación en su argumento de rebeldía, violencia, melodrama y sexo, «los cuatro grandes ríos», como afirmó en su día Mario Vargas Llosa, que alimentan esta historia inigualable.

Flaubert fue, precedido sin duda por Balzac, el gran renovador y precursor de la moderna novela europea que él convierte en algo egregio y realmente artístico.

Para Flaubert el estilo, el saber contar, lo es todo. La historia es importante y puede ser magnífica, pero hay que saber contarla. De ahí su búsqueda incansable en lo que él llamada la mot juste, la palabra justa, que le llevaba a reescribir y rehacer una y otra vez sus texto, hasta conseguir ese párrafo preciso, objetivo, huérfano lo mas posible de metáforas y juicios de valor, un realismo aséptico.

Partiendo de ese realismo ficticio, Flaubert considera que la literatura permite ir siempre mas allá de lo que la vida real tolera. «Por eso amo el arte. Es que allí, en el mundo de la ficción al menos, todo es libertad. Todo lo podemos hacer y satisfacer . Allí, podemos ser a la vez rey o pueblo, sin límites», le explicaba en una de sus carta a Louise Colet. Eso le llevó a ser uno de los más lúcidos escritores en reconvertir la realidad y transformarla en una ficción realista. Fue maestro en ello.