Construida en torno a cuadros de fuerte impronta escenográfica que transparentan la vocación teatral de su autor, el dramaturgo alemán Roland Schimmelpfennig, tras el sugestivo título 'Una clara y gélida mañana de enero a principios del siglo XXI' se esconde una parábola en torno a la incomunicación, la fragilidad de los afectos y las fronteras no siempre insalvables que separan a los pudientes de los menesterosos. Un lobo, animal totémico donde los haya (basta pensar en otras dos obras nacidas de la mentalidad germánica que apelan a la fuerza del símbolo: 'La piel del lobo', la excepcional novela de Hans Lebert, y 'El tiempo del lobo', la película distópica de Michael Haneke), sirve a Schimmelpfennig como coartada para urdir una notable historia de exilios e identidades.

El animal que articula el devenir de la acción cruza el río Oder de Este a Oeste, desde Polonia hacia Berlín, y a su paso provoca un cúmulo de rumores por lo que su presencia posee de insólita. En efecto, un lobo en la ciudad es algo así como un círculo cuadrado. El animal salvaje, alegoría abierta e inagotable, convoca en torno suyo a los ofendidos y a los bienaventurados, desmiente las certidumbres y abandera los miedos, proyecta con su presencia una luz que revela un desasosiego primordial. En oposición a la soledad de la bestia, lo humano se dibuja como una comunidad plausible pero no por ello solidaria: los padres no entienden el idioma que hablan sus hijos, los amantes pierden el paso y la vocación de compartir, los matrimonios se desmoronan como velas sin viento.

Más allá de los dramas privados, alrededor de ese extraño invitado que funciona como un mecanismo que no demanda explicación, y al que basta mencionar para que se convierta en una figura inquietante, Schimmelpfennig atrapa la vida en el Berlín reunificado, puerto de llegada a un sueño europeo que muestra aquí su dimensión política menos amable. De fondo, advertimos una suerte de epifanía. Ante la visión de lo inesperado (el ojo de la ballena, la musculatura del gorila, la ardiente singularidad del lobo), lo humano queda desenmasacarado en su candidez.

El reclamo del animal como espejo que interroga al Homo sapiens posee una biografía larga y fecunda. Ya Esopo fabuló que cada persona nace con un par de sacos colgados del cuello. El anterior, visible siempre, transportaría los defectos ajenos; el posterior, siempre invisible, contendría las carencias propias. Muchos siglos más tarde, en otro clima moral y social, La Fontaine dedujo de este apólogo que la caracterización de nuestra especie precisaba de una enmienda. O mejor dicho, de dos adiciones: pues el hombre es un lince para con sus semejantes y un topo para consigo mismo. Ahora, en la era de las zoonosis, asediados y atemorizados, buscando en el carácter lo que el conocimiento nos niega, el lobo de Schimmelpfennig circula ante nuestro asombro como un destello de dolorosa libertad. Qué no daríamos hoy, todos nosotros, por cruzarnos con su mirada.