A los que siguen cada una de las películas de Woody Allen con pasión religiosa, la recién editada autobiografía del cineasta, 'A propósito de nada' (Alianza Editorial), les traerá de vuelta el inolvidable sabor de títulos como 'Annie Hall', 'Días de radio' o 'La rosa púrpura de El Cairo', ya que muchas de las escenas cotidianas de su existencia han sido plasmadas en la gran pantalla. Gracias a sus largometrajes sabemos que su infancia discurrió entre dos sonados fracasos: el escolar y el de atraer la atención de las chicas. También hemos sido testigos de las interminables discusiones de sus padres; de su total desinterés por las tradiciones religiosas judías; de su neurosis y su fascinación por el cine, el jazz y la ciudad de Nueva York. Del debate entre las teorías filosóficas y su pánico a la muerte, así como de su eterna adicción al psicoanálisis y a la sintomatología hipocondriaca.

La vida de Allan Stewart Konigsberg, su nombre real, no parece distar mucho de la de Woody Allen. Y el realizador se ha encargado durante años de hacérnoslo saber. Si lo piensan un momento, una de sus más efectivas técnicas narrativas -usada desde la redacción de sus primeros chistes- consiste en hacer testigo y cómplice al público de su propia biografía. Contar historias cercanas y de fácil identificación, quizá un tanto exageradas, pero siempre reconocibles y pertenecientes a un universo real. Y, además, hacerlo de tal manera que parezca fruto de la casualidad o la suerte, y no como resultado de un meticuloso ejercicio creativo. Su temprana afición a la magia y a los juegos de naipes lo terminó convirtiendo en un verdadero genio del engaño, ya que mientras todo el mundo le considera un ocurrente intelectual él se contempla a sí mismo como un zoquete. «Amigos: estáis leyendo la autobiografía de un analfabeto», escribe al comienzo de este volumen, cuya primera parte resulta una auténtica delicia. Como era previsible, la lectura de 'A propósito de nada' cae a plomo una vez que Allen inicia su defensa sobre las acusaciones de Mia Farrow, el verdadero asunto que hay tras este libro de tapas negras.

«No me gustaba leer. Era un holgazán que no encontraba nada divertido en abrir un libro», confiesa mientras el texto camina por sus primeros años de vida en Brooklyn. «Os quedaríais impresionados por todo lo que no sé, no leído o visto. Jamás he visto una representación de 'Hamlet'. Jamás he leído el 'Ulises', ni el 'Quijote', ni 'Lolita', ni 'Trampa 22', ni '1984', ni nada de Virginia Woolf», detalla. El relato sobre su familia («Tuve dos padres cariñosos y, sorprendentemente, terminé siendo un neurótico») y sus primeros recuerdos de niño («Más o menos a los cinco años tomé conciencia de la mortalidad y pensé: ah, no, yo no me apunté para esto. Nunca acepté ser finito») conduce al lector hacia el momento en el que queda prendado del cine de la mano de su prima Rita, con quien acudía regularmente a ver películas: «Veía todos los lanzamientos de Hollywood. Cada largometraje, cada película de serie B».

Esa fascinación infantil dio con el tiempo paso a una incipiente carrera como comediante y posteriormente como cineasta, trabajo por el que alcanzaría la fama mundial. Aunque Allen prefiere sincerarse y destacar la cantidad de películas que nunca ha visto: «No he visto '¡Qué verde era mi valle!' ni 'Cumbres borrascosas' ni 'Margarita Gautier' o 'La dama de las camelias' ni 'La extraña pasajera' ni 'Ben-Hur' ni muchas otras». Solo esa descarada e hilarante falta de pudor a la hora de mostrarse como un fraude hace que la lectura de 'A propósito de nada' merezca la pena. «No es mi intención menospreciar ninguna de estas obras, sino poner de manifiesto mi ignorancia y el hecho de que llevar gafas no convierte a nadie en una persona culta, ni mucho menos intelectual».

Allen también detalla cómo conoció a su primera esposa, Harlene Susan Rosen («El matrimonio cumplía una función: nos había hecho salir a los dos de las casas de nuestros padres»), y su posterior enamoramiento de Louise Lasser, con quien también pasó por el altar («Me acuerdo exactamente dónde estábamos la primera vez que capté qué era el amor y cómo se sentía»). Finalmente pasa revista a su relación con Diane Keaton («Guardo los mejores recuerdos de esa época»), para después entrar de lleno en el caso Farrow.

Woody Allen inicia aquí su defensa sobre las acusaciones de abuso a su hija adoptiva Dylan Farrow cuando tenía siete años («Jamás le he puesto un dedo encima a Dylan») y los primeros pasos de su relación con Soon-Yi, hija adoptiva de Mia Farrow y el pianista André Previn. El lector debe saber que el cineasta nunca fue juzgado por abusos, ya que el juez consideró que los exámenes médicos y psiquiátricos realizados a Dylan no arrojaban pruebas concluyentes. Y que su romance con la joven Soo-Yi (ella tenía 21 años y él 55 cuando iniciaron la relación) acabó en un feliz matrimonio que hoy se mantiene en plena forma. El neoyorquino lamenta todo lo ocurrido con Mia Farrow («No solo fue malvada conmigo, sino que se comportó de una manera horrenda con la pobre Dylan») y rememora la despiadada situación que provocó la difusión mediática del caso. Elogia a Alec Baldwin y a Javier Bardem, que se manifestaron en contra del linchamiento público al que estaba siendo sometido, y, sin dar nombres, recuerda con tristeza la respuesta que recibió de muchos actores y actrices después del escándalo: «He esperado esta llamada toda mi vida y ahora no puedo aceptar el trabajo», le decían unos y otros.

Haciendo un resumen general, Allen, de 84 años, sostiene que lo único que echa en falta en la vida es no haber firmado ninguna gran obra, como 'Un tranvía llamado deseo'. Y respecto a la posteridad, parece tenerlo claro: «Más que vivir en los corazones y las mentes del público, prefiero seguir viviendo en mi casa».