Seguro que en su infancia miraba en 360 grados con ojos de águila, y con la fiebre desbocada como un caballo ante la pradera del folio en blanco que llenaría con sus días descalzos, su adolescencia y juventud desenvueltas por los impetuosos dedos de la literatura convertida en sismógrafo de su biografía en el camino. Un oficio de pupila escrutadora, instinto y fuerza desde el que prevalecer por escrito todas las Américas de su América -«es tan grande que no puede haber un solo otoño»- con la intensidad de la voz elegíaca de Whitman y a veces la de Joyce o la de Sinclair Lewis y un estilo al que se le escapaban el tiempo y el río de la vida y del lenguaje. En ninguna de ambas hizo orilla. Wolfe era pura corriente. El flujo intenso de lo vivido y de las palabras contadas a pelo, desde su ebullición adentro, desde lo inmediato de la experiencia sensorial, sin miedo a un adjetivo de más ni a un adjetivo de menos. Nunca fue Thomas Wolfe un escritor de tallar las frases en una lápida de mármol -el oficio de su padre-. Él prefería ser apache y cabalgar al galope el lenguaje para domar su naturaleza salvaje, el himno de pertenencia y el desarraigo en torno a un mundo que está perdiendo el sur, a manos de la voracidad de la modernidad del norte y sus nuevas exigencias. No quiso Wolfe que el rostro del padre en el porche de la vida al atardecer sobre la llanura, fuese el de un ángel expirando por la voracidad extensiva de las ciudades -en cuyo ecosistema él se sintió desconcertado-. Ni que los hombres con sueños anónimos doblados en los bolsillos traseros del pantalón no tuviesen su estribillo nómada, aprendido de la canción de la antigua naturaleza. Personajes humanos de ojos tranquilos, anhelantes, secos o llenos de sorpresa que Thomas Wolfe retrata -igual que si fuese en palabras la mirada fotográfica de Georgina O'Keeffe o de Richard Avedon- para contar sobre sus vidas marcadas en la convivencia con su hábitat.

Tiene cierto paralelismo con una exposición retrospectiva encuadernada, la propuesta de Páginas de Espuma invitando a los lectores a que se adentren en sus relatos, y novelas cortas, enmarcados por vez primera en toda su brillantez, polifonía y diversidad de tonos a los que Amelia Pérez Villar le ha calibrado -con ese arte exigente de la papiroflexia entre lenguas- la traducción interior y los matices que van del minimalismo a la objetividad, de los diálogos expresionistas al lirismo naturalista. Los rasgos de una prosa poderosa, incontenible en ocasiones, de piezas memorables como 'El muchacho perdido', por donde la infancia callejea como una mirada sensorial y destino de la tristeza; 'Nebraska Crane' donde el amigo es también un hermano que sale adelante con honestidad; 'Gulliver' en el que desnuda la crueldad y los agravios que sufrió por su corpulencia, y la crudeza de una sociedad hipotecada por los créditos, el falso progreso y la fiebre de medrar y aparentar que disecciona en 'Boom Town'. Sobresalen también el ambiente literario o la pasión por el teatro de 'El Señor Malone' y 'El invierno de nuestro desencanto'; la belleza plástica de 'El circo al amanecer'; 'El sol y la lluvia', fantástica lección costumbrista sobre la personalidad que expresa la capacidad de observación de cada persona -él mismo es un observador de varias muertes que cuenta como crónicas-. Fantástico también 'Chickamauga' en el que relata en primera persona la verborrea de un viejo confederado sobre la cicatriz de aquella batalla; 'El viejo Rivers' en el que aborda el compromiso del editor y el eterno conflicto entre el criterio literario y el meramente comercial en un ajuste de cuentas; el espléndido 'Los vagabundos cuando se pone el sol'. Hay en todos ellos una evocación romántica, una costra de tristeza y también la embriaguez del entusiasmo, sonidos de los días y su gama cromática -igual que la de los tranvías-, aromas, la riqueza del detalle con esa minuciosidad propia de Proust y sus atmósferas, daguerrotipos acerca del nacimiento de la ciudad que retrató con su cámara Berenice Abbot, del ferrocarril como espina dorsal de su país, del racismo, de los perseguidos por los nazis, los desenlaces entre la probabilidad y la posibilidad. Cada palabra conteniendo el anillo de oro de la verdad.

Un acierto ésta recopilación de una de las voces gigantes de esa América que empieza con Whitman y Faulkner, que termina con 'On the rodad' de Kerouac polizonte en trenes y entre los dedos el influjo de Wolfe, en medio de esa estirpe narrativa, con su torrencial voz aventurera -heredera de Jack London, evidente en muchos de sus cuentos- conformando la topografía existencial y sentimental de una América con sus desiertos, sus colinas, sus cantos rodados con rostro de personas, sus días fuera de la lluvia, su periódico doblado con la luz de la mañana. Su corazón hecho de tierra, y en su horizonte 'A horse with no name', al que pudieron ponerle Wolfe.