Cincuenta años es la edad merecida de un brindis. Más si se trata de un sello de poesía que nació a la vez que el pie del hombre en la luna. Fue el negro de la noche el color de la puerta de entrada de una colección de versos que el hombre que soñó la editorial principió con 'Una temporada en el infierno' de Rimbaud hasta albergar en sus vitrinas 1.100 títulos. No es extraño por tanto que para ambas efemérides Jesús García Sánchez haya elegido 'La cerveza, los bares, la poesía', tripulantes de un mismo viaje que es el de la literatura y la existencia, como antología perfecta del merecido brindis con sus autores y lectores. Una hermandad en Visor que viene a significarse como parroquianos de la poesía que se bebe y se vive. Lo mismo da que en ancho vaso de ginebra en corto, que de vino tallado en su copa, que de whisky sin fondo en su cilindro largo que en taza de café donde se serena el humo. De cada uno, de más licores y de sus vínculos con la naturaleza humana, de sus creaciones y épicas de fracaso y de conquista, está repleto este libro de espuma, poso, bouquet y aromas en los que Chus Visor ha reunido la mejor cosecha de sus lecturas, sus preferentes compañeros de viaje, de poesía, de fútbol, de tragos y conversaciones cargadas de sueños, de miradas que escuchan hasta el interior de los silencios, y de futuros sobre los que no se sabe.

Hay en la cerveza, los bares, la poesía, un compendio de emociones alrededor del alcohol y nuestras relaciones con el mismo; la memoria de la cerveza por vez primera mencionada por el Obispo Paulo Orosio cuando describió el cerco romano a Numancia; las lógicas distinciones entre tabernas, cantinas, bares, cervecerías y cafés, cada ámbito con su atmósfera, su clientela, sus insignes letrados fieles a su bebida, como aquella generación del 50 para la que el alcohol fue un poeta más entre ellos y ellas. Y no podía faltar como broche del prólogo el Decálogo del buen bebedor de Álvaro Mutis que recoge mandamientos como los de no beber solo, no hacerlo con desconocidos, no mezclar venenos distintos, y no beber un trago que uno no conozca afondo.

Muchos son los nombres que desfilan por la noche Visor en cuyo interior se brinda por la celebración del sello y de la poesía. En la misma puerta encontrará el lector a Homero con un puñado de granos de cebada en la mano, y enseguida, casi a modo de prefacio, la ebriedad del arte y del amor con una sirena en el fondo del vaso de Emilio Carrere. Es una fiesta y como en todas, el lector se irá encontrando con lujosos invitados que lo invitarán a una confidencia. G.K. Chesterton indeciso entre la ginebra, el vino y la cerveza de Baviera; Gómez de la Serna en uno de los espejos del Pombo en cuyo rincón de uno de ellos acomodaba su sombra, mientras tertuliaba con treces grados de libertad en espectáculo; Paul Morand tan francés en la risa y la resaca. Manteniendo la sed y la compostura hallarán a Pessoa preguntándole a uno de sus reflejos en el café preto de una taza con vistas al desasosiego; a Gerardo Diego contemplando las nubes como pájaros desde la ventana del bar junto a la que fuman los solitarios la espuma de los días; a Rafael de León tatuado con una botella de aguardiente en el puerto de un hombro, muy cerca de Elizabeth Bishop ebria de primavera y sin saciarse de beber. Se cruzarán con Luis Alberto de Cuenca con su ángel de Madrid en agosto, y con Malcolm Lowry e Isla Correyero, cada cual con la luz y la penumbra de lo que beben. Le contarán Carlos Marzal y Raquel Lanseros sobre la estética del bebedor y la copa precisa con la que esquivar la tormenta. Al fondo de la barra verán a Karmelo C. Irribarren y su felicidad de encender un cigarro. Y a Luis García Montero nombrando capitán de buena lumbre al gaviero de esta travesía sin resaca de mañana y sobre cuyo éste libro sobre Claudio Rodríguez alza la copa y brinda por la vida. Háganme caso, bébanselo despacio.