Saint -Lazare es la Gare del amanecer del ferrocarril que vertebró París, los Paises Bajos, Reino Unido, Alemania, 330 kilómetros en los que Europa se soñó a sí misma a 30 kilómetros por hora, y de fondo la misma música para que respirase el corazón o la ambición de grandeza tuviese su escenario y teatralidad. Sucedió en el XIX, el siglo de la cultura transversal como eje del cosmopolitismo, de la partitura de la libertad que en su suma desvanecieron todas las fronteras, y construyeron una identidad. Fue Edmund Burke el primero en augurarla en 1796: «Ningún europeo puede ser enteramente un exiliado en ninguna parte de Europa». El territorio construido por los idearios estéticos del arte, en la época de un enriquecedor mestizaje de lenguajes y de lenguas. Este es el tema protagonista del ensayo narrativo de Orlando Figes, 'Los europeos', traducido para Taurus por María Serrano, y cuya historia se inicia un 13 de junio de 1846 con la primera locomotora que simbolizó la industrialización del transporte que vertebraría el nuevo mapa de las ideologías, del pensamiento, del viaje y de la cultura que a partir de ese día fue un pasaporte que el tiempo y la deseducación política y social han reducido a un cromo desgastado, a carné del club donde el conocimiento envejece solo, sin savia joven a la que inyectarle la pasión por la cultura y su símbolo de llave del progreso.

La revolución industrial ha sido una de las mejores revoluciones. No sólo engrasó la economía y fundamentó las bielas de su motor sino que transformó el ensimismamiento del XVIII en velocidad, la intimidad privada de los salones azules y amarillos de la lectura y los deseos en escenarios públicos, y en ecos comunicantes que propiciaron la metamorfosis del consumo, del deleite, de las conspiraciones, del vínculo entre la sociedad y los individuos, como cuenta y explica Figes. En menos de setenta años la penumbra de todo lo introspectivo brindó el paso a lo que simbolizó la primera globalización. Gracias a esa revolución, a aquella primera ruta con kilómetro cero en Saint-Lazare y a su influjo en la sociedad burguesa, protagonista de las grandes transformaciones tecnológicas y económicas del siglo XIX, la lectura, la música, el arte, fueron las mismas piezas y títulos en las conversaciones y deleites formativos de todas las ciudades y hogares de Europa reflejadas en un mismo espejo: el de la cultura. Un deslumbramiento, no exento de sombras, acerca del que nos apasiona Orlando Figes en un libro de atmósferas y reflexiones, actual contra los viejos nacionalismos, a los que se les ha vuelto a despertar la fiebre. A lo largo de ocho capítulos el autor explora diversos temas como el impacto de la revolución industrial en el acceso al público y los derechos intelectuales; el auge de los libros de bolsillo baratos y los folletines seriales en los periódicos con gran éxito de lectores de diversas clases; la economía de la producción significada en la gestión de conciertos, teatros y publicaciones; el nacionalismo reaccionario y el antisemitismo que envolvieron el caso Dreyfuss; la invención de la impresión litográfica y la irrupción de la fotografía; la popularización del turismo o la consolidación del libre comercio. Capítulos trufados con la historia del triángulo sentimental entre Pauline Viardot, famosa compositora y prima donna de ópera -hija del embaucador, negociante e increíble personaje Manuel García- su marido Louis Viardot, dramaturgo, maestro en arte, republicano y autor de la primera guía del Museo del Prado, y el escritor ruso Ivan Turgenev que inauguró la edad dorada de sus letras y de las de Europa. Tres personajes entrando y saliendo de viaje por Nápoles, San Petersburgo, Cádiz y Londres en un caleidoscopio de figuras como Delacroix, Beethoven, el ludópata Dostoyevski, el maestro del realismo Gustave Flaubert o el romántico Chopin en cuyo funeral cantó La Viardot por dos mil francos. El precio de la cultura, sus bambalinas, el ferrocarril que fomentó nuevas comunidades y nuevas ideas, lo mismo que sirvió para transportar a los soldados que en 1914 destruyeron la Europa de una efervescente vanguardia que reconstruyó el puente con la cultura, como concepto de un territorio donde la economía y el alma eran una hermosa pareja de sueños y baile. Qué riqueza existencial, qué nostalgia de progreso.