Los mejores caminos son aquellos en los que uno tiene tiempo de perderse. Esa fuga improvisada en ocasiones, accidental en otras, que nos permite salir del yo que somos para los amigos y descubrirnos o disfrutar del inesperado que somos. Algo parecido pensaba Virginia Woolf a quién cita Rebecca Solnit en unos de los paisajes de un hermoso libro de mapas donde reivindica hábitos ancestrales, las rutas construidas sobre mapas trazados sobre la marcha, el misterio del horizonte azul de los cuadros, el enigma de las personas con tendencia a desaparecer para mudar de piel, de tierra o de alas. Un libro de bolsillo a modo de guía poética para futuros flaneurs y para los que llevamos en el ADN ese influjo de explorar y gozar del descubrimiento de lo imprevisto que decía Poe al que igualmente cita Rebeca Solnit, trasunto judío de la contadora de historias Isak Dinesen, porque lo mismo que la danesa, su voz, sus relatos, suenan a paisajes, a encantamientos, a los trazos de la canción acerca de los que escribió Chatwin. Después de todo en este libro su talento y sensibilidad reúne a los mitos, la filosofía, la literatura, la pintura, la música rock, la historia de los descubridores y de los primeros exploradores norteamericanos, la antropología cultural acerca del término perdido para los iroqueses o los mohawks. Estupendo acierto de Capitán Swing publicar estos deambulares, traducidos por Clara Ministral, que le ponen humanidad y magia a la memoria, al deseo, a los lugares, a los desafíos, a la certeza de que la clave para sobrevivir es saber que te has perdido

El origen del libro, cuenta Solnit, es el vino de Elías. Lo judío ya sabemos que en su heterodoxia es una mirada sobre el mundo y las cosas, de cada una su metáfora, su herida, su culpa, su gozo y su destino. Y de esa confesión nos conduce la autora a la segunda idea que vertebra su delicioso libro: la de las fotografías transparentes de figuras nadando bajo el agua, que su autora colgaba del techo dejando que la luz pasase por ellas y proyectase sus sombras sobre el cuerpo de quién las contemplaba. Completa esas dos interpretaciones en torno al asunto de perderse con el tercer eje del libro: el azul que es la luz de lo perdido, el color del allí visto desde aquí, el color de donde no estás, el color de las distancias infinitas que dijo el poeta Robert Hass. Con estas ideas tan plásticas y sensitivas ¿cómo no perderse placenteramente en y con la lectura de este caleidoscopio de historias que nos llevan de aventura por el blues y el folk, los cuadros de Klein y su viaje al Valle de la Muerte, por las narraciones de Henry David Thoreau o el Gran Gatsby de Fiztgerald, las Montañas Rocosas, el punki de Sex Pistols, la colonización de Masachusetts o por los poemas de John Keats?

No perderse nunca es no vivir. La consigna con la que Rebeca Solnit nos va adentrando en sus recuerdos personales, como el del hombre que amó parecido a un desierto; sus lecturas de Simone Weil, y de las novelas parisinas con parejas enamoradas de la ciudad; la compañía tarareada de Walking after midnight de Parsy Cline; los cianotipos de las fotografías ovaladas de Henry Bose; las figuras dibujadas en el desierto peruano de Nazca; el misterio de dónde van a parar los objetos que se nos pierden; de la serendipia; de las serpientes de cascabel y los cangrejos; acerca de la carretera 40 de Arizona; de su amiga Marine y del coraje de Cabeza de Vaca, transmutándose entre los indígenas, y las de otros exploradores que se adentraron en lo desconocido a través de viajes de miles de kilómetros, y que nunca «se perdían de una forma tan calamitosa como la de aquellos a los que encuentran, vivos o muertos, los equipos de búsqueda de rescate en nuestros días».

Caminar para perderse y perderse para caminar. Una filosofía antigua en proceso de desaparición sobre la que este hermoso libro es una brújula maestra para emprender la aventura que canta el libro de Rebeca Solnit. Un regalo para este verano en el que por otra parte y de otra forma nos encuentra perdidos.