En el interior de una isla canaria, verano. Una niña sufre su primer desengaño amoroso. Este podría ser el resumen, breve, de la primera novela de Andrea Abreu. Como todo resumen resultaría incompleto. Porque una novela no es solo la historia que cuenta. Y eso lo sabe muy bien Abreu. Y su editora por un libro, Sabina Urraca: «[H]e llegado a pensar que 'Panza de burro' no era un libro, sino más bien un largo y poderoso exabrupto, un estallido de emoción a las faldas de un volcán, un corazón de mirlo latiendo bajo la tierra. He pensado que podría expresarse a través de un grito en una playa. Y nada más». Podría. Porque Abreu no trabaja con arquetipos, busca la mejor forma de contar la historia sin una intriga que sirva como excusa. Dando voz a los que no la tienen. Confiando, en contra de las leyes del mercado, en la inteligencia del lector. «[Q]ue la literatura sea un fluido que se cuele en el cerebro de forma compacta, sin detenerse en un eventual tropezón lingüístico». Así sea. Que hable la protagonista: «Yo tenía miedo de que mis padres me olieran el café de la boca y me arrestaran, pero Isora nunca tenía miedo. No tenía miedo aunque la abuela la amenazara con meterle un leñazo. Ella pensaba que la vida solo era una vez y que había que probar un fisquito siempre que se pudiese». Esta novela cuenta la historia de amor entre la protagonista e Isora, ese verano en el que la protagonista deja de ser una niña, «la hija de la mujer de la limpieza, como la gente la llamaba», ese verano en el que la protagonista pierde la inocencia, «por un momento tuve miedo, miedo de que se diera cuenta de mi inocencia, de que se cansara de mi cabeza asintiendo y mi boca cerrándose» y nos descubre que en el norte de una isla canaria, donde «la mesa vibraba como un terremoto que anunciaba la erupción del vulcán, pero nunca explotaba, el vulcán nunca explotaba» hay un pueblo donde viven los que limpian y construyen las casas que utilizan los guiris y, en ese pueblo, hubo una vez una niña que deseaba a su mejor amiga. Una historia universal contada con sus propias palabras. «Ese día tampoco se veía el sol en el cielo, pero se podía sentir que estaba metido detrás de las nubes. El cielo era como una pared blanca con un círculo amarillo pintado con creyones que alguien había tapado después con más pintura blanca».