Sigo desde las redes sociales las tribulaciones de un escritor y sus dificultades para publicar lo que considera la obra de su vida. Hace unos días, y tras varias semanas como testigo mudo de su sufrimiento, le envié un mensaje de apoyo. Como soy neófito en dar golpecitos virtuales en el hombro, lo que me salió fue una refriega contra los editores de este país. En mi ánimo estaba el apoyarle y ofrecerle consuelo, pero lo que lancé fue más un ajuste de cuentas contra esos vampiros de opereta, según mi descripción en el tweet que nació como un gesto amable -él sigue a la espera de un editor «valiente y caballeroso», así que le deseé mucha suerte-. Antes que el mío, prefiero el dardo que lanzó George Orwell: «Sólo hay un modo de hacer dinero escribiendo: casarse con la hija de tu editor». Esto mismo se lo sigo escuchado a muchos autores. Hay algo terrible en la figura del editor, al menos si trabajas con ellos o tus amigos tienen la desfachatez de ser escritores. De nuevo, Orwell acertó al describir la mecánica de la edición, al menos en la que fue su edad dorada: «El robo a mano armada que suponen los libros es sencillamente una estafa de lo más cínica. Z escribe un libro que publica Y, y que reseña X en el «Semanario W». Si la reseña es negativa, Y retirará el anuncio que ha incluido, por lo cual X tiene que calificar la novela de 'obra maestra inolvidable' si no quiere que lo despidan». Bueno, nuestros días no son aquellos de Orwell, ya casi no hay publicidad, así que los mecanismos han cambiado. Pensé en esto al leer un reportaje sobre el mercado editorial, y comprobar de nuevo el respeto que muchos periodistas tienen a los editores. Supuse que el reportero aún no ha publicado un libro y que quizá ambiciona hacerlo -ya cambiará su opinión cuando reciba el cheque con los royaltis-.