Cierra Félix de Azúa (Barcelona, 1941) un interesantísimo ciclo autobiográfico, con obras anteriores como 'Autobiografía sin vida' y 'Autobiografía de papel', con una falsa autobiografía titulada 'Tercer acto', y de la que avisa: «En ningún momento, ni ahora ni antes, he querido escribir un relato de mi vida, si acaso tuviera yo una, sino más bien dar cuenta del mundo tal y como lo he conocido».

Y así, frente a las anteriores, donde encontramos desplegadas la vida intelectual y profesional del autor, ahora el escritor se adentra en la 'falsedad', valga la redundancia, de una vida inventada pero vivida para recrear la juventud española contestataria del arranque de los 70, la que tras la efervescencia de mayo del 68 tomó las maletas rumbo a París, para vivir en la capital francesa los estertores del Franquismo.

De este modo, Azúa nos describe el mundo que conoció de la mano de un grupo de jóvenes catalanes que cimentarán su amistad en bizantinas discusiones sobre los presocráticos en tertulias del barrio latino. Situados a una amplia distancia de seguridad del Ruedo Ibérico, los protagonistas discuten sobre lo divino y lo humano mientras subsisten en la procelosa burbuja de los refugiados políticos españoles en la que, a ojos del autor, no es oro de Moscú todo lo que reluce.

La sombra filosófica de Agustín García Calvo, genio y figura, se entrevé en estas páginas, aunque quien toma las bridas del grupo de jóvenes sea el profesor Julio Silvela Silva, de quien Azúa asegura que «sólo tenía un defecto: era y siguió siendo un estalinista hasta el día de hoy, lo que le convirtió en la persona más conservadora que yo nunca haya conocido».

La ironía, tan querida por el escritor barcelonés, alcanza aquí cotas artísticas que envuelven casi por completo la narración, que se convierte en un cáustico retablo hispano, a la par con esos alocados jóvenes que pululan por 'El gran momento de Mary Tribune' de García Hortelano.

Los refugiados de París, más interesados en los viajes lisérgicos que en la lucha contra la dictadura, chocarán con la realidad cuando la muerte de Franco les vaya conduciendo a la sórdida realidad y regresen a España, con bastante desgana, para abrirse su propio camino. Los primeros momentos de la Transición, apenas esbozados en esta novela, los compara el autor con el goyesco 'entierro de la sardina', portada de la obra, un eufórico carnaval que pasará por alto muchas necesidades del país. Por cierto que uno de los mejores momentos de esta novela, con una acertado baile cronológico de capítulos, es la visita del protagonista y su pareja italiana al hermético Ernst Jünger, que los recibe en chándal.

Azúa, más que nunca se desvela irreverente, también con los mitos de juventud, porque, sumido en el tercer acto de la vida, admite que «sólo un caos incognoscible de causalidades ha esculpido nuestra estatua» y por supuesto, nuestra existencia. Novela de amistad, cáustico e implacable 'bildungsroman' políticamente incorrecto, la narración llega hasta ese tercer acto de la despedida. Félix de Azúa echa la vista atrás y en lugar de emplear la melancolía para hacer balance, reconstruye este 'falso pasado vivido' con irónicos y brillantes mimbres en un ejercicio, hablando de estatuas, de iconoclastia y también de excepticismo.