La editorial Cátedra, en su colección dedicada a los grandes temas, suele ofrecernos monografías que, lejos de ser una aproximación a una cuestión más que trillada, aborda aspectos novedosos o con un enfoque original que abre nuevas perspectivas.

Es el caso de la última monografía de esta colección, a cargo de Manuel Viera, 'El imaginario español en las Exposiciones Universales del siglo XIX. Exotismo y modernidad', una obra que analiza con gran exhaustividad, acompañada de un bellísimo catálogo de cuadros, fotografías y grabados, el papel que España jugó en estos famosísimos certámenes, que nos han dejado iconos tan perdurables como la Torre Eiffel y de forma indirecta, la Estatua de la Libertad, una parte de la cual fue expuesta en la exposición de París de 1878.

La obra analiza las exposiciones universales que tanto impresionaron al público decimonónico, desde las convocatorias europeas de Londres (1851, 1862), París (1855,1867, 1878, 1889, 1900), Viena (1873) y Barcelona (1888) hasta el relevo americano de Filadelfia (1876) y Chicago (1893) que simbolizaron la llegada de una joven y emergente potencia mundial.

Y el análisis lo hace por partida doble, en primer lugar, a las exposiciones internacionales en sí, que supusieron la ocasión, por parte de las naciones organizadoras, de mostrar al mundo el poder político, industrial y militar que ostentaban, además de paternalista con respecto a sus colonias y al mundo no occidental. De paso, fueron la representación escénica de una segunda mitad del siglo XIX optimista, dominada por la técnica como gran salvadora y modernizadora del planeta, al tiempo que estas exposiciones, con sus impresionantes pabellones y naves 'catedralicias', ofrecieron la utopía de concentrar en una ciudad temporal todas las grandes maravillas del mundo conocido.

En segundo lugar, Manuel Viera -de quien la monografía no aporta más datos- se detiene en la imagen que España ofreció en estos certámenes internacionales y que fue bastante mediocre. Una de las causas se debió a que puso ante el espejo la realidad nacional, la de un país esencialmente agrario -con la salvedad de algunas zonas industriales-frente a las grandes potencias industriales del momento.

Pero sobre todo, el gran problema de España fue que estuvo presa de los tópicos forjados, primero, por la leyenda negra y más tarde por la encendida imaginación de los visitantes románticos, un cóctel que las propias autoridades españolas, en muchas ocasiones, ayudaron a potenciar, de ahí que sus pabellones y las actividades que los acompañaban incidieran en un país orientalizante, en el que los clichés de Andalucía con el flamenco, la Alhambra y los toros dominaron frente a la gran diversidad cultural y también productiva.

En resumen, la participación española asentó los estereotipos sobre España como país atrasado, agrario, decadente políticamente y exótico y perdió la oportunidad de mostrar, con más ahínco, que la modernidad no se frenaba en seco en los Pirineos.