Ensayo

Landero nos invita al festín de sus recuerdos

En ‘El huerto de Emerson’, que edita Tusquets, saca a pasear a sus recuerdos, con una escritura sin tintes ni colorantes, firme y amena, que llega directa al lector y unas historias reconocibles también por el lector que se ve reflejado en ellas como en un espejo del tiempo

Luis Landero. | WIKIPEDIA

Luis Landero. | WIKIPEDIA / Javier García Recio

Javier García Recio

Luis Landero tiene una dilatada carrera de escritor que comenzó a finales de los ochenta con ‘Juegos de la edad tardía’, que supuso un brillante debut literario, logrando el Premio de la Crítica y Premio Nacional de Narrativa, y una carta de presentación que daba entrada a uno de los nombres señeros de la literatura española, que se ha confirmado en estos treinta años de ejercicio literario.

Landero es, como en Bolsa, un valor seguro de la narrativa española; un caballo ganador que se afirma en una escritura sin tintes ni colorantes, firme, clara y precisa, que llega directa al alma del lector y a unas historias reconocibles también por cualquier lector que se ve reflejado en ellas como en un espejo del tiempo.

Landero, conseguida su plenitud y madurez literaria, deslumbró con su último trabajo ‘Lluvia fina’, una novela lúcida y sincera sobre los secretos que esconden las familias y que al descubrirse ponen en peligro su cohesión.

Ahora, de la mano como siempre del sello de Tusquets, Landero nos seduce con ‘El huerto de Emerson’, lo que viene a ser lo mismo que el huerto de sus recuerdos, aquellos que rememoró en ‘El balcón en invierno’ y que ahora vuelve a sacar a pasear.

Pues eso es lo que hace Landero en ‘El huerto de Emerson’ «salir a pasear por el bosque del tiempo ya vivido» pues en él está todo en el fardo de la vida.

Su convencimiento está en que en nuestro pasado está todo lo que necesitamos para encender el fuego de la inspiración, por eso en ‘El huerto de Emerson’ quiere «salir a los caminos en busca de prodigios».

Y los encuentra y los recrea en quince deliciosos relatos que trasiegan en el pozo de su infancia, allá en Alburquerque, junto a la raya con Portugal, o para abrirnos su mundo literario, sus escritores insignes, sus novelas preferidas, con frases marcadas a fuego en su memoria, como las imágenes y ruidos que quedan tras sus muchas lecturas de El Lazarillo: el silbido de la culebra, el montón de huesos que quedan en el plato del clérigo tras haber comido el cordero, la ronca voz de as pegaría y el paso tendido y a compás del escudero por la ilustres calles de Toledo.

Nos hace también cómplices de su deseo, hasta ahora no realizado del proyecto de escribir Polvos de papel, que contaría los 100 mejores polvos de la literatura universal. Como el de Rosario y el narrador de ‘Los pasos perdidos’, de Carpentier. Todo junto a la hamaca donde delira la amante del narrador y con la presencia inerme de la claridad de la luna que entra por la puerta de la cabaña y el aroma de unas plantas que han derribado en el fragor.

De la mano como siempre del sello de Tusquets, Landero nos seduce con ‘El huerto de Emerson’, lo que viene a ser lo mismo que el huerto de sus recuerdos, aquellos que rememoró en ‘El balcón en invierno’ y que ahora vuelve a sacar a pasear

Pero es en el pozo de la infancia de donde Landero extrae las mejores historias, como en ‘Donde Pache’ donde recuerda al campesino Manuel Pache que se fue enredando en un desorden mental por su profundo desacuerdo con la vida. Hasta que un día decidió montar un boliche, y les fue bien a él y a los suyos; parecía que había cumplido sus sueños, pero entonces Pache entra otra vez en el misterio insondable de la existencia humana así que una madrugada recién acabada una fiesta cargó la escopeta se metió el caño en la boca y se voló la tapa de los sesos.

Deliciosa la narración del cortejo amoroso de Florentino y Cipriana, vigilados por su abuela Frasca, su tía Cipriana y él mismo, allá en el Alburquerque de 1950; y al hilo de aquellos amores lánguidos, la vida en la casa pueblerina, una casa grande y destartalada con su corral con su pozuelo donde reinaba cada noche un sapo imperial, o aquella habitación profunda y fresca que servía de bodega y donde la abuela Frasca guardaba su tesoro, o la salamanquesa del corredor que todos respetaban porque era un animal antiguo y sabio o la lechuza, anunciadora de la muerte.

En la pérdida de la infancia el recuerdo se fija en un «momento estelar» del descubrimiento de algo difícil de nombrar pues todos los nombres son «asépticos, cursis, o blasfemos», como es el descubrimiento del sexo de la mujer el día que vio orinar a una en cuclillas. Él los nombra así: «lo innominado, lo intrincado, lo ignoto, lo primigenio, lo indecible, lo esotérico, lo inescrutable, lo omitido, lo dificultoso, lo inconcebible, lo escondido, lo inextricable, lo emboscado, lo problemático».

Landero nos habla también, sin ofuscarse, con una prosa paciente, de cuando las palabras levantan el vuelo y el huerto es un erial, cómo pasan días y las palabras sin aparecer. Eleva entonces su plegaria al señor de la invención y la gramática para que le conceda la gracia de «poder imaginar lo que nadie ha imaginado y decirlo como nadie lo ha dicho nunca». Hasta que un día se escucha un rumor a lo lejos; son la palabras que regresan de nuevo, y «aparecen aquí y allá un a imagen, el eco de una voz, la silueta de un personaje, una idea, el lejano rumor de un conflicto».

Un último recuerdo a sus años interno ya en un colegio de Madrid, cuando los curas les llevaban los domingos por la tarde al fútbol a Chamartín o al Metropolitano. Eran los tiempos de Puskas, Di Stefano, Peiró, Pazos y otras tardes a pasear por las calles céntricas de Madrid. En aquellos paseos se hizo famosa una familia de seis miembros, el matrimonio y cuatro hijos. El padre era gordo, muy gordo, pero se movía con levedad. Iba caminando y de pronto se elevaba y flotaba durante dos o tres metros, cuando llevaba a los hijos de la mano, estos flotaban con él. Se ganó la enemistad del barrio pues un domingo flotó en misa mientras alzaban la hostia y el cáliz y se estimó una burla a Dios. Todos tenían sus mil teorías sobre el suceso, pero el caso es que un día aquella familia desapareció y no volvió a saberse nunca más de ella.

Landero convierte sus recuerdos en un festín literario al que invita con generosidad. Su prosa fácil, elocuente y brillante, la soltura en el manejo de las ideas y las palabras hacen el resto para completar un relato cautivador.

Título: El huerto de Emerson

Autor: Luis Landero

Editorial: Tusquets

Precio: 19,00€