Poesía

Philip Larkin: de Hull a la Primavera Sound

Lumen publica la poesía esencial del autor inglés, quien, pese a su enorme éxito, glosado hasta por leyendas del rock, nunca abandonaría la vida de provincias

Philip Larkin.

Philip Larkin. / L. O.

Lucas Martín

Pocos años antes de morir, cuando ya los Beatles andaban en plena madurez compositiva, Philip Larkin (Coventry, 1922) se permitió el lujo de rechazar el título de poeta laureado del Reino Unido, un blasón que, pese a su secular rimbombancia y la nefasta evolución del país, sumido hoy en un caos hortera sin precedentes, todavía sigue siendo el mayor honor que se le puede conceder en vida a un poeta inglés. Lo hizo, además, sin majaderías sartrianas, con una disculpa que ni siquiera casaba con su proverbial intolerancia hacia la fama, arguyendo que no podía engalanarse con laurel alguno a cuenta de la poesía por el simple hecho de que llevaba siete años sin publicar y sin apenas escribir. Cualquier otro, y más en la cúspide de la popularidad, no hace falta ser inglés para comprobarlo, se habría dejado estampar hasta la glotis en una taza de té, pero él seguía cómodamente instalado en el traje del oficio más bien gris que ejerció, junto a la escritura, hasta el final de su existencia. Y no precisamente con la amargura que se desprende de homenajes como el que le dedicó el rockero Nick Cave («Philip Larkin aguantó -durante años- en su biblioteca de Hull», en There she goes, my beautiful world), sino con pleno apasionamiento y conciencia de su trabajo, en el que llegaría hasta a innovar alumbrando un nuevo y solvente sistema de clasificación.

Ser poeta y bibliotecario no es algo que suene muy digno de confianza en la literatura actual. Está, por supuesto, la mitología de Borges, al que su colega inglés aseguraba no conocer. Y también, cómo no, los ejemplos de Juarroz y de Georges Perec, que era dado a todo tipo de profesiones y disparates y además se dejaba fotografiar con un gato sobre el hombro y barba y melena de tahúr. Larkin, en cambio, aparentaba lo que en el fondo nunca dejó de ser, un funcionario de la Universidad de Hull refractario a las apariciones públicas. Un tipo al que sus biógrafos más rapaces apenas alcanzaron a atribuir dos o tres amores, todos ellos llevados con discreción y, cuya erudición y socarronería, de las que únicamente disfrutaban sus allegados, Kingsley Amis, entre ellos, le emparentaban más con uno de esos críticos conservadores y anteojudos que de vez en cuando se dan en Inglaterra que con un artista al que décadas después se veneraría en festivales joviales y multitudinarios. Y que, con apenas tres poemarios, conseguiría convertirse ya en los setenta en el poeta más leído y aclamado de su país.

Philip Larkin

  • Poesía reunida
  • Editorial: Lumen
  • Traducción: Damián Alou / Marceo Cohen
  • Precio: 21,75 €

El éxito de Larkin, que aún perdura, no entraña, a pesar de todo, ningún misterio. Ni siquiera en esta época, en los que los libros por sí mismos apenas parecen contar y en el que se suele reclamar que el poeta, como si no tuviera bastante, represente a todas horas su bufonada mesiánica o, al menos, tenga la deferencia de salir a la calle con un pañuelo alrededor del cuello. Sin embargo, la literatura, caramba, quién lo diría, se debe en ocasiones únicamente a la literatura. Y a ella, como hizo Larkin, es la única a la que rinde cuentas. En su caso, con un estilo que en pleno siglo XXI nos sigue paradójicamente enseñando a ser modernos, como demuestra su breve, y, aun así, completísimo legado, compilado en estos días para el lector en español en la magnífica ‘Poesía Reunida’, de Lumen, a cargo de Damià Alou. Un volumen que, en versión del propio Alou y de Marcelo Cohen, recupera textos que ya forman parte del imaginario de varias generaciones y en los que el viejo bibliotecario vuelve a deslumbrar con una poesía en ningún caso frívola ni menor, pero sí alejada de lo grandilocuente, detenida en un registro que era el suyo propio, que hablaba de la vida y de sus experiencias, con una elegancia verbal al alcance de muchos lectores, pero, ay, no de demasiados escritores. Una concepción de la literatura que terminó por desabrochar el tweed a la parte más vetusta y afectada de la poesía inglesa, que reinventó en el buen sentido lo mejor de la cultura británica: su salvaje escepticismo, su ironía, su melancolía y su capacidad inopinada de fabricar belleza. Virtudes que, en las versiones de Alou y Cohen, adquieren una sonoridad precisa y casi teatral, paseándose por las frustraciones y revelaciones domésticas del poeta, que lo mismo hablaba de los carteles publicitarios que de una tumba o de la desaparición del paisaje a manos de las trapacerías y frivolidades de sus contemporáneos. Y, por supuesto, del aburrimiento, la muerte y la descendencia, como en Dockery e Hijo: … «vistos en retrospectiva, se levantan/ como nubes de arena, espesas y apretadas, encarnando/ para Dockery un hijo, para mí nada,/una nada tan difícil de tutelar como un hijo». La vida es «primero tedio, luego miedo», decía también en ese texto. «Ahí va ella, mi hermoso mundo», concluía Nick Cave en su canción. En el caso de Larkin, desde el ventanal de Hull. Sin necesidad de París en paracaídas ni de los laureles de su majestad.