Óbito

In memoriam Hans Magnus Enzensberger

Hans Magnus Enzensberger, fallecido el pasado noviembre.

Hans Magnus Enzensberger, fallecido el pasado noviembre. / L. O.

Luis Meana

Antes de que el ángel de la muerte nos trajese la noticia de su fallecimiento, vivíamos ya en un raro estado de silencio que no presagiaba nada bueno. Algo tenía que estar ocurriendo para que aquel indómito rebelde, dotado como pocos para encontrar el agua de las palabras en el desierto de los humanos misterios, se mantuviese silente y ausente en medio de tantos acontecimientos nuevos (Ucrania, especialmente), cosa que jamás había ocurrido. Si hace ya muchos años algunos compararon su deslumbrante aparición en la escena cultural alemana con la conmoción causada en su tiempo por Heinrich Heine, y algún otro añadió que su entrada en la literatura germana había sido como meter un tiburón en una lata de sardinas, su silenciosa salida de la vida ha sido una muda letanía. Como él mismo había escrito y prescrito en un conocido poema, que se ha cumplido al pie de la letra.

Toda muerte causa una honda herida en el alma, una cicatriz que, por mucho que se seque, sigue en carne viva eternamente. La muerte esun vacío que nunca se llena. Sufre el espíritu un desgarro que arranca brutalmente partes esenciales de nuestras vidas. Hans Magnus Enzensberger ha sido protagonista central de la vida intelectual y mediática, alemana y no alemana, de los últimos sesenta años. Su muerte deja un desgarro y un vacío que no se llenarán con nada. Por mucho que, al final, artificialmente se llene con la indiferencia o el olvido.

No es ésta una muerte cualquiera. Desaparece un hombre-símbolo. Por decirlo con un título suyo, «un héroe de la retirada». Este extraordinario hombre-orquesta (buen poeta, mejor articulista y crítico, gran ensayista ligero, acreditadísimo traductor, retórico dandy, polemista de máximo nivel, magnífico editor) llevó a cabo, junto con otros, una tarea titánica desgraciadamente cada vez más olvidada: sacar, con fórceps, a Alemania de su desvarío histórico, devolverle la cabeza, quitarle la caspa metafísica a sus ensoñaciones hegelianas de nación con un destino supremo, limpiar de los espíritus el terrible pasado del nazismo, pecado nefando que aún seguía metido en los huesos, las mentes y los sentimientos en la posguerra. Con tan furioso esfuerzo Enzensberger prestó un servicio impagable a Alemania y, por derivación, a Europa. Este hombre contribuyó, como pocos, a civilizar a su país, a acabar con aquella famosa y durmiente bestia rubia alemana, que, según su antecesor Heine, habita siempre viva en las profundidades del alma alemana y que, por muy dormida que parezca, al final siempre despierta.

No todo en este cristal, que desgraciadamente acaba de romperse, fue translucido. Tuvo defectos, tiró de mañas y de trucos, utilizó aquel don de seducción con el que encandilaba, cayó, a pesar de su muy aguda inteligencia, en tentaciones políticas absurdas, fue acusado de oportunismo e inconsecuencia por no comprometerse con ningún credo (artefacto al que odiaba), su obra fue tildada de frívola, superficial y ligera porque, a ojos de sus críticos, resplandecía mucho pero entraba poco en la profundidad de los problemas. Por más cierto que pueda ser eso, más lo es todavía que esa supuesta superficialidad nos regaló claves decisivas para entender nuestra época, especialmente las propias de la gran industria del presente, la «industria de la manipulación de las conciencias» (incluida televisión, prensa, poderes, religión del turismo, ideologías o consumismos). De una forma paradójica, Enzensberger fue expresión esencial de lo mejor de su época y, al mismo tiempo, reflejo mimético de sus trivialidades y limitaciones, ideológicas y no ideológicas.

Perdemos una luz ahora que tanto escasea. Se apaga el faro que, desde el hermosísimo Englischer Garten de Múnich, nos orientaba en medio de las incertidumbres. Fue un atentísimo vigía que siempre avisaba, adelantándose a todo y todos, en el momento en el que la más lívida luz tintineaba en el horizonte, y con eso nos regalaba el don que más escasea: explicación y la impagable sensación de entendimiento que su mente transmitía. Y que venía a ser como si una magia domase los acontecimientos. Con él el mundo parecía inteligible, aunque ni lo era, ni lo sea. Ha muerto el autor que, con su duda escéptica, con más fe racional exploraba las oscuridades de las preguntas sin respuesta.

Cierto, nos queda su obra, pero su obra es pasado y su vida era un presencia siempre presente. Una instancia de guardia permanente, día y noche. Un bien como ese es de suma importancia: supone disponer de alguien que interpreta el «ser y el tiempo», dicho en la jerga heideggeriana que él tanto desdeñaba. Seguramente, esa hermosa hermenéutica no fue nunca otra cosa que una placentera poción que nos servía de consuelo, y seguro que él, fino escéptico, lo sabía, pero al mundo, en angustia, le alivia tener un vigía con el don de dar con las fórmulas que, como llaves mágicas, abren los enigmas. El tiempo inexorable ha roto ahora ese espejo de las maravillas. Y hay que temer que no haya heredero para tan importante tarea. Para quienes lo hemos seguido de cerca ha sido una experiencia impagable verle volar tan ágil y ligero como las palabras y comprobar cómo sus sorprendentes disquisiciones renacían una y otra vez, como el ave fénix, tras la estrepitosa caída de tantos dioses falsos y de otras monumentalidades imponentes, históricas o metafísicas, que siempre acaban convirtiendo el mundo en una escombrera.

Aborrecía visceralmente ser faro o estrella polar de nada ni de nadie, pero, a gusto o disgusto, lo fue. La fortuna o la desgracia quisieron que recayese sobre él ese movido papel en el tormentoso espectáculo de la historia, principalmente la de los casi cien años en los que este niño grande, Magnus, ha vivido y atravesado, con su aguda capacidad de exploración, las grandes catástrofes del siglo XX, que afectaron a su vida directa o indirectamente. Si le tocó esa función por alguna razón habrá sido. Seguramente porque nadie habría podido hacerla de manera tan suprema.

A la vista de esa larga, valiosa y creo que feliz vida, sólo cabe unirse al agradecimiento que, en la hora de su muerte, le han expresado tantos miembros conspicuos de la sociedad alemana -escritores, poetas, críticos, pensadores, periodistas, políticos, editores, hombres del mundo de la televisión y del espectáculo- mediante una concisa, justa y rotundafórmula de gratitud y respeto: Danke für alles, gracias por todo. Eso fue este Hans Magnus, gran malabarista de los conceptos, indómito enfant terrible de su época, cosmopolita poco alemán que empleó más de la mitad de su existencia en luchar contra la Alemania «eterna, y que, tras tan enrevesado recorrido, dejo de nadar, agotado, en medio de las turbulentas olas del siglo XXI».

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