La memoria es una canalla
Jennifer Egan reflexiona sobre el impacto de internet y las redes sociales en ‘La casa de caramelo’
Sergi Sánchez
‘La casa de caramelo, que podría titularse La memoria es una canalla, es un mosaico digital. Como si la literatura fuera una majestuosa red social y el lector pudiera clicar en el perfil en el que quiere indagar, y una foto le lleva a otra, y un post le remite a un vídeo, y de vuelta al mismo perfil. La literatura entendida como una base de datos que cobra vida, en la que el tiempo es líquido y el espacio desaparece, y lo que se debate es lo que significa existir en un mundo que nos ha convertido en simulacros y en el que se busca desesperadamente ser auténtico.
¿Otra novela distópica para alertarnos de los peligros deshumanizadores de internet? Si algo hace singular a esta es la facilidad con que Jennifer Egan (Chicago, 1962), ganadora del Pulitzer en 2011, evita los clichés de la literatura tecnófoba, pese a que el escenario en el que se ins cribe –el último grito en plataformas adictivas, Aprópiate del Inconsciente, una memoria colectiva donde los humanos vuelcan sus recuerdos para consultar los de sus usuarios– es propio de «Black Mirror». Si convoca a algunos de los personajes de su memorable ‘El tiempo es un canalla»’–sin ir más lejos a Bix Bouton, el creador de la plataforma– es para demostrar que el hipertexto es su credo, que hay partículas elementales de la novela que ocurren fuera de ella y que son tan importantes como la novela misma; que el universo que propone desafía la finitud física de un libro y aspira a retratar esa conciencia global a la que llamamos internet.
No es de extrañar que Egan esté preocupada por inves tigar qué le pasa al lenguaje en esta era digital, sobre to do teniendo en cuenta que la novela proyecta algunas de sus tramas hacia el futuro. Hay un capítulo escrito como una cadena de mails o mensajes instantáneos, otro como sucesivos hilos de tuits, otro con la hermenéutica emocional de los datos estadísticos y otro protagonizado por un experto en traducir el lenguaje en expresiones algebraicas para alimentar ese algoritmo que parece contro lar nuestra mirada del mundo, tan vertical como la pantalla de un móvil. Si sale victoriosa de todos esos experi mentos es porque sus giros tecnoliterarios nunca empa ñan la grandeza de su escritura, que se basa, de forma muy consistente, en esa autenticidad, en ese retener las esencias de lo que significa explicar una historia, que persiguen sus personajes.
Tal vez si ‘La casa de caramelo’ se lee como una colección de relatos decepcione menos a los que esperen una novela convencional. La descentralización de la trama y el menosprecio por las jerarquías y por el arco dramáti co no son más que recursos narrativos para dar voz a un protagonista global, el mundo contemporáneo. La belleza es escuchar qué les pasa a los átomos que componen ese mundo; si me dan a escoger, me quedo con los miembros de la familia Hollander, que, de la adicción al grito desubicado, de la disciplina militar a las teorías conspi ranoicas, se nos hacen humanos. Auténticos. Porque si hay un lugar al que no puede llegar la tecnología, ahí es tá la ficción levantando la mano.
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