Al hermano muerto
‘El chico perdido’, de Thomas Wolfe, contiene en su brevedad el aliento de una creación mayúscula

Thomas Wolfe. / L. O.
Ricardo Menéndez Salmón
La elegía es un género resbaladizo. Necesita emoción y templanza a partes iguales, un difícil equilibrio entre lo que se expresa y lo que se calla. Por ello no siempre resiste la distancia a menudo extenuante de la novela y se concreta con mayor fortuna en destilados breves. (Pensemos en el poema a Ramón Sijé de Miguel Hernández o en la pieza homónima de Philip Roth, quizá el último gran libro del gigante de Newark). Así, ‘El chico perdido’, la recreación de la figura del hermano muerto que Thomas Wolfe escribió un año antes de fallecer prematuramente, a la edad de 37 años, en su dimensión de texto más largo que el relato pero que a duras penas alcanza la plenitud de una novela corta, exprime en su meditada estructura y en su afilado trayecto el aliento de una creación literaria mayúscula, cuyo impacto resulta proporcional a su exigencia por concentrar en un recipiente tan ajustado la densidad de una vida.
Una vida que resuena en el futuro, que expande su pérdida décadas después de apagarse, llenando de nostalgia y de dolor las existencias de sus familiares, de aquellos (la madre, una hermana, el propio escritor) que sobrevivieron al hijo y al hermano ido, al inolvidable Grover, raptado por la fiebre tifoidea a los 12 años, y cuya peripecia late con abrumadora fuerza en las existencias de quienes siguieron en el camino, siempre hacia delante, siempre con la memoria del chico perdido a cuestas. El asunto sienta como un guante a un escritor, Thomas Wolfe, que hizo del Tiempo (y nadie, ni siquiera Proust o Faulkner, se ha ganado el empleo de la mayúscula inicial con ‘El chico perdido’, de Thomas Wolfe, contiene en su brevedad el aliento de una creación mayúscula tanta propiedad) mucho más que un tema, hasta convertirlo en una disciplina, en un territorio, en el centro afectivo e intelectual de una memorable experiencia de escritura, circunstancia que en sus piezas mayores, las novelas «El ángel que nos mira», «Del tiempo y el río» y «No puedes volver a casa», se manifiesta con insólita potencia.
Los cuatro cuadros de los que Wolfe se sirve para mantener encendida la llama del hermano muerto son tan sencillos como conmovedores: una ofensa de infancia, un viaje en ferrocarril, la agresión repentina de la enfermedad, la vuelta a un hogar donde varias vidas compartieron sus rutinas y sus compromisos. Y los materiales con que el autor forja su arte y lo somete a la acción de los años resultan tan acuciantes como el hambre. Tan urgentes como un prurito. Transitamos por las páginas de ‘El chico perdido’ como peatones por ese dédalo que es cualquier biografía, y en cada párrafo, con la empatía abrasándonos, acatamos que la literatura es esa misteriosa revelación que permite nombrar, en un mismo instante, todo lo que somos todavía y todo lo que fuimos algún día, aquello que tuvimos y aquello que se nos negó. Peatones, en definitiva, de la vida como cómputo: «Y me detuve un momento para mirar atrás, como si la calle fuera el Tiempo».
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