Relatos
Flannery O’Connor, voz esencial de la literatura mundial
Se cumple el centenario del nacimiento de una de las grandes escritoras americanas, que hizo de su fe católica una poderosa arma literaria que asombró al mundo con sus cuentos

Flannery O'Connor / La Opinión
El sur de Estados Unidos, un área conocida como «el cinturón de la Biblia», que abarca estados como Tennessee, Mississippi y Georgia, ese sur profundo atravesado siempre por las diferencias raciales, ha dado quizá por ello, escritores de talla universal. Ahí están Truman Capote, Willian Faulkner, Harper Lee o Carson McCullers, como testigos. Y también otra mujer que nació con un sesgo excepcional para la literatura y de la que ahora se cumplen cien años de su nacimiento. Flannery O’Connor vivió apenas cuarenta años , escribió dos novelas y una excelsa colección de cuentos, más un diario sobre su diálogo permanente con Cristo. El ideario católico o religioso vertebra toda su obra. y la hace trascender a una categoría admirable. O’Connor hizo de la literatura una poderosa arma para narrar como nadie los graves conflictos del ser humano en su relación con Dios. Su genio literario sigue, a los cien años de su nacimiento, siendo algo sobrenatural, como su fe.
Mary Flannery O’Connor nació en 1925 en Savannah, Georgia, y era hija única. O’Connor creció en una prominente familia católica y ella hizo de su fe católica todo un emblema literario y vital. Sus padres la enviaron a una escuela católica donde estudió con las Hermanas de la Misericordia. Incluso de niña, Mary fue una alumna peculiar y se negaba a asistir a la misa infantil con el resto de su clase, pues no se consideraba una niña.
En 1945, comenzó a asistir a la Universidad Estatal de Iowa, donde se matriculó en un taller de escritura. Fue allí donde comenzó su carrera como escritora y posteriormente obtuvo una maestría en Bellas Artes.
O’Connor era una lectora constante de Santo Tomás de Aquino, pero también de los padres de la Iglesia, del cardenal Newman, de Romano Guardini, y de los grandes novelistas católicos de fines del siglo XIX y buena parte del XX: Bloy, Bernanos y Mauriac en Francia, y Waugh, Greene y Muriel Spark en Gran Bretaña. Ello le permitía incluso adentrarse en su diario con reflexiones de calado filosófico: «No puede ser ateo quien no lo sepa todo. Solo Dios es ateo. El diablo es el mayor creyente y tiene sus razones», escribía en enero de 1947.
Con apenas 25 años le detectaron lupus, -la misma enfermedad que le había quitado la vida a su padre- una dolencia que ataca al sistema inmunológico, que se vuelve contra los propios tejidos del cuerpo y acaba con la vida del paciente. O’Connor demostró una actitud singularmente estoica ante la enfermedad, que en su correspondencia personal comentaba a menudo humorísticamente: si esta constituyó una fuente de infortunio, también fue un excelente acicate a la escritura, ya que la autora fue excepcionalmente prolífica dadas sus circunstancias personales. Fue durante su enfermedad cuando escribió sus mejores obras, y las más famosas.
Con la enfermedad ya expuesta, O’Connor se retiró hasta su muerte, en 1964, a la edad de treinta y nueve, a Milledgeville, en la granja Andalucía, una finca lechera que la madre había heredado. Allí crió pavos reales y dirigió un grupo de lectura de teología y literatura. También escribió su segunda gran novela, ‘Los violentos lo arrebatan’, y sus mejores cuentos. El enorme sufrimiento la acercó aún más a Dios, porque ella le ofreció por completo su enfermedad. A medida que su maestría literaria se profundizó, se volvió más capaz de definir su fe. En una carta a una de sus amigas le decía: Soy una católica peculiarmente poseedora de la conciencia moderna, lo que Jung describe como no histórico, solitario y culpable. Poseer esto dentro de la Iglesia es llevar una carga, la carga necesaria para el católico consciente». Ese catolicismo consciente, de misa y comunión diaria, no han impedido, más bien al contrario, que Flannery O’Connor desplegara una gran fascinación, literaria y de otro tipo. Sus historias son maravillosas y oscuras, también, sardónicas y siempre trascendentes, a pesar de reflejar una implacable desolación. En el centro de su narrativa está siempre la búsqueda de Dios y de lo eterno, pero nunca de manera explícita sino por el camino retorcido de la imperfección humana.
Cuando O’Connor falleció en 1964, dejó inéditos otros tres relatos, además de una novela inacabada. Su retrato de personajes, su evocación del misterio, sus descripciones de la cultura regional del Sur moderno y su humor mordaz confieren a sus relatos una singularidad única. Su visión del mundo moderno es sombría. Muchos de sus personajes sufren destinos terribles. Lo que ofrece como consuelo es la posibilidad de redención espiritual que yace en el corazón de su visión del mundo: en una carta a un amigo, se refirió a esta postura filosófica como «realismo cristiano». Los diecinueve relatos de sus dos volúmenes de relato corto la convierten en una de las escritoras de relato corto más respetadas del siglo XX.
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