Narrativa

Gueorgui Gospodínov eterniza la vida de su padre

Gospodínov nos narra en ‘El jardinero y la muerte’ los úlimos días de su padre, un ejemplar monumento al amor filial que él convierte en un hermoso legado de su progenitor gracias a su lenguaje exquisito

Gueorgui Gospodínov eterniza la vida de su padre

Gueorgui Gospodínov eterniza la vida de su padre / l.o.

«Mi padre era jardinero. Ahora es jardín», dos frases cortas, cargadas de emoción, de íntima descripción, que sirven para describir toda una historia, toda una vida pues en ellas están el principio y el fin. La frase abre con soberbia semblanza el libro ‘El jardinero y la muerte’ donde el búlgaro Gueorgui Gospodínov narra los últimos meses de la vida de su padre, utilizando su muerte para hablar de su vida, de la época triste que le tocó vivir, en una Bulgaria subyugada por el estalinismo más rancio. Pero como el propio Gospodínov señala, el libro no trata solo sobre la muerte de un padre, trata mucho más sobre la vida de un hijo sin su padre.

Rebelde sin causa

Y es que para Gueorgui Gospodínov, hablar de la muerte es hablar de la vida. Y aunque el dolor y la tristeza son inconmensurables, se esfuerza por inmortalizar la vida de su padre jardinero, de manera que no es un libro sobre la muerte, sino sobre la tristeza de la vida que se va. Su padre pertenecía a esa generación de fumadores trágicos nacidos justo después de la Segunda Guerra Mundial en Bulgaria, que se aferraban a las bocanadas de sus cigarrillos. Un rebelde sin causa, que supo fracasar con heroico autodesprecio

Gospodívov recrea así en el libro la historia de una persona común, que fue su padre, no la de una persona heroica. Su heroicidad reside en morir sin ser una carga para los demás, lo cual es una forma de pensar importante para una generación como la que le tocó vivir.

«Mi padre era como un atlas que cargaba toneladas del pasado sobre sus hombros». El libro describe la sensación de cómo todo ese pasado empezó a hacerse añicos y se desplomó sobre el hijo con un suave crujido, «derrumbándose en silencio sobre mí, como las tardes de la infancia que se derrumban en silencio. Yno tengo a quien pedir ayuda».

Con una narrativa exquisita, cargada de emoción, con un estilo magistral que el dolor no le arrebata, Gospodínov nos cuenta la historia de «su» heroe. Para él seguía siendo «el más alto, el más hermoso».

Tenía setenta y nueve años y cultivaba un jardín enorme con hortensias, frutas y flores. Había de todo, tomates, pimientos, patatas, y se pasaba el día plantando, desbrozando, regando o fumigando.

El jardín era especial para él, le había salvado la vida tras el primer cáncer, le dio diecisiete años más. El jardín era su otra vida posible. El jardín y él se fundían en uno. Había una extraña condena, «un trato faustiano entre ellos».

El padre y la madre sobrevivieron a la pandemia del covid pese a que eran víctimas propiciatorias. Él, superviviente de un cáncer; ella, diabética. Pero la vida en el pueblo les salvó.

Cuando supo que tenía los días contados pidió una prórroga hasta el día de San Jorge (patrón de Bulgaria) «así podemos reunirnos por última vez, siempre hemos celebrado ese día; nos veremos disfrutaremos de una buena comida y ya luego me voy, eh?».

Milagro

Diecisiete años antes le diagnosticaron cáncer. Un año o año y medio, dijo el médico. Poco antes nacía la hija del escritor. El padre aceptó con resignación el presagio médico, solo le daba pena no vivir un poco más para que la niña la recordase. Y entonces el milagro ocurrió, la enfermedad se evaporó. El padre seguía vivo y la niña creciendo. El abuelo estaba convencido que ella lo había salvado.

Observando en las últimas semanas la lenta decadencia de su padre, se sumerge en recuerdos de su infancia, de esos veranos soleados que ahora se desvanecen como un sueño. Recordaba como se las ingeniaba para librarse del desfile obligatorio cada 9 de septiembre consiguiendo ese día una cita con su amigo el dentista. El secretario del Partido le preguntaba al día siguiente cómo es que siempre se le inflamaban las encías justo cada 9 de septiembre. Él le contestaba: mis dientes son como la burguesía, a la que no consiguieron matar del todo.

Guarda los crucigrama que él hacía pues le resulta cercano tener su letra y sus palabras dos días antes de irse. Habla con su padre de su infancia, de sus juegos, lo hace porque piensa que la infancia es un territorio protegido, donde no se muere.

Recuerda aquel año, tan feliz para sus padres, en que consiguió el premio Booker Internacional y el Strega. Fue su año mas feliz. Pero la felicidad es fugaz, como los narcisos y las linariasque plantaba supadre La tristeza persiste mucho tiempo después, como esas malas hierbas que se resistían.

Recuerda a Susan Sontag y cómo no hay ningún mito en torno al cáncer, no hay romanticismo. La enfermedad se apodera de ti y te corroe. Cuando se trata de tuberculosis tenemos poesía y La montaña mágica, pero no hay montaña mágica para el cáncer

La despedida

Y llegó la última noche «La Noche con mayúsculas», la noche más larga. Se acuesta a su lado y le coge la mano, «me despedía de mi padre y quería acompañarle al menos hasta la puerta, hasta donde dejan llegar a los vivos».Su padre entraba dócilmente en esa buena noche. Recordó entonces el bello verso de Dylan Thomas: «No entres dócilmente en esa noche». Pero su padre sí lo hizo, se murió en silencio y sin enfurecerse, sin temer a la muerte, sin pedirle piedad.

Es así como en ‘El jardinero y la muerte’ Gueorgui Gospodínov, con una agudeza sorprendente, explora la peculiar realidad de dominar el duelo a través de la narrativa. La narración actúa así de sortilegio y de prescripción para tratar de burlar el dolor. Gospodínov inmortaliza la vida y nos la transmite, como un monumento a sus recuerdos, como si fuera el legado eterno de su padre.

El jardinero y la muerte

Autor: Gueorgui Gospodínov

Editorial: Impedimenta

Traducción: María Vútova

Páginas: 224pp

Precio: 22,95 €

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