Historia de la literatura
Letras en el cielo de James Salter
Salamandra trae un nuevo regalo para los lectores del narrador neoyorkino; una miscelánea de artículos en los que el autor y piloto vuelve a hacer gala de su personalidad y de su amplitud de intereses: de Nabokov a las miserias de Hollywood o el esquí

James Salter. / L.O.
Debería formar parte de las lecciones sagradas de la historia de la literatura. O, en su defecto, de uno de esos cartelones para escuelas de negocios concebidos para dotar de un simulacro de épica a lo que no deja de ser la afirmación brahmánica del patrimonio familiar. Cuando piensen que la vida podría ser otra vida, tengan en cuenta que James Salter renunció a la luna para dedicarse a escribir. Y no a modo de pedregosa metáfora, sino de manera prácticamente literal, viendo por la tele cómo su amigo de los tiempos de Corea descendía de una aeronave en medio de una misión que muchos de sus superiores, tanto por méritos militares como por su destreza como piloto, habían pensado para él. El hombre que nunca estuvo en el Apolo, que sería a la postre muchas otras cosas, entre ellas, amigo del primer Robert Redford, guionista de Hollywood, escalador de montañas y bon vivant en París, se había dado a la escritura como a ojos de los altos mandos del ejército estadounidense se daban otros al alcohol. Y la cuestión es que por aquel entonces no le iba del todo mal, lo que no deja sin embargo de computar como catástrofe si se tiene en cuenta que una alternativa perfectamente factible consistía en subirse a un cohete y estampar la suela donde jamás había pisado antes mujer o varón.
No sabemos si de estos asuntos se ocupa la aritmética, siquiera la aritmética parasimpática, pero a simple vista resulta difícil precisar a cuántos Nobel equivale la conquista del espacio exterior. Ser cosmonauta o poeta suena a mayoría aplastante en las cuestaciones de preescolar. Y más si se advierte que Salter nunca ganó el Nobel y que en sus inicios y hasta bien entrada la madurez anduvo dando bandazos editoriales, lo que habla a las claras de la fuerza de una decisión de la que nunca dio el menor síntoma de arrepentirse. Quería escribir y escribió. Y a muchos nos conforta que fueran Aldrin y Armstrong los que se ocuparan de dar el premioso y más bien obsceno paso, que, por otra parte -no se engañen-, no resultó ni mucho menos más importante que Shakespeare para el avance de la humanidad. En cualquier caso -y ahí está la temperatura de su prosa para atestiguarlo- resulta difícil pensar en un tipo como Salter, educado en los rigores marciales de West Point, llevando el asunto hacia el terreno de la duda y de la mortificación. Al viejo piloto no le pesaban los mandos, incluso en las pocas ocasiones en las que se dedicó a promover una cosa y la contraria a la vez. Poco antes de morir -este año se cumple una década de su desaparición y un siglo de su nacimiento, poca broma de efeméride- dejó entrever su rechazo hacia la posible publicación póstuma de sus inéditos. Con una excepción entrelíneas que su conducta acabaría por refrendar: los trabajos aparecidos en prensa, de los que, si bien no dio indicaciones para una futura edición, sí que fue conservando religiosamente en cajas que son las que ahora nutren al que es su último regalo a los lectores, el libro machaconamente intitulado ‘No guardar nada’ (Salamandra), traducido por Aurora Echevarría. Una miscelánea de textos ordenada por su viuda, la dramaturga Kay Eldredge, que completa sus últimas entregas periodísticas y ensayísticas -incluida su extraordinaria autobiografía, ‘Quemar los días’- y que funciona con asombrosa autonomía a la hora de ejercer de enésima constatación de la originalidad y el valor de la obra de un autor al que la rendición de las masas le pilló demasiado tarde -quizá para su solaz, dada la incomodidad de la fama-.
Los libros hechos de recortes, es decir, a partir de material no concebido de manera unitaria, adquieren a veces una extraña cualidad que oculta las costuras ripiosas y lo dotan de coherencia y complementariedad, además de una variada y muy entretenida puesta en escena. ‘Nada que guardar’ pertenece a esta clase, en primer lugar, por la tendencia de Salter a no aflojar en ningún tipo de escritura y también por el repertorio de temas del que se ocupa, que van desde el alpinismo y el esquí a una visita a Nabokov, D’Annunzio, las miserias de Hollywood, la formación militar, la fabricación del corazón artificial o los almanaques de prostíbulos. Temas a los que el autor de ‘La última noche’ -tantas veces distraídamente emparentado con Cheever, Yates o Carver- aplica la naturalidad de una prosa que en sus elipsis y lirismos parece conectar la espontaneidad del cuento americano con la autoconciencia cultural europea. Precisamente un rasgo que amplifica en este libro, en el que el escritor -sin atisbo de pedantería- da muestras de su amplio dominio de las referencias del siglo XX y al mismo tiempo de su desprejuiciada manera de observar, que hace que una página sobre el campeonato de esquí y la ascensión a un pico de montaña contenga más literatura que el abordaje explícito del canon bibliográfico. Con un añadido crepuscular y muy de actualidad que aumenta todavía más el interés de este título y el acierto de no guardar nada: la preocupación por un mundo que se agota, expresada en frentes que van del urbanismo a la lectura y que nos deja frente a la clausura de toda una civilización. Salter sabía lo que hacía. La luna brilla más por escrito y desde abajo.

No guardar nada
Autor: James Salter
Editorial: Salamandra
Traducción: Aurora Echevarría Pérez
Páginas: 336 pp.
Precio: 20,90 €
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