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Tras la huella del padre

Julio Llamazares recorre en este libro el mismo trayecto -de León a Castellón- y en la misma época del año, el cruel invierno, que hizo su padre en el año 1937 para incorporarse al frente. Iba a tener lugar la batalla de Teruel, el Stalingrado español, un episodio épico

El escritor Julio Llamazares

El escritor Julio Llamazares / Jaime Galindo

Jose María de Loma

Jose María de Loma

Alguien que va tras una historia para trasladárnosla y volver hondamente enriquecido espiritualmente por el trayecto, transido de nostalgia y arrepentido de no haber oído en su día a quien pudo relatarle la epopeya por completo y de primera mano: su padre.

El escritor Julio Llamazares ha escrito un libro para dar cuenta del viaje entre la aldea originaria de su familia en León, La Mata de la Bérbula (aunque él nació en Vegamián, pueblecito desaparecido bajo las aguas de un embalse) hasta el Mediterráneo, provincia de Castellón.

Fue el periplo que su padre hizo en 1937 en tren, hacinado, aterido, asustado, joven. Arropado por la compañía y la camaradería de un amigo. Iban camino del Stalingrado español, la batalla de Teruel, una carnicería innecesaria a muchos grados bajo cero, una de las batallas más cruenta y épica de la contienda civil española. El padre de Llamazares salvó la vida porque destrozó el aparato de transmisiones a conciencia. Y así evitó oír, y ejecutar, órdenes suicidas y absurdas. Viviría hasta los años noventa. Tanto frío pasaron que en una ocasión, con fiebre altísima, sus compañeros se peleaban-turnaban por recostarse junto a él y abrazarlo para así sentir algo de calor.

Llamazares ha cogido su coche, en la misma época del año que su progenitor hizo el viaje, su alma de reportero viajero, su lírica y su pluma y, gracias a un encuentro casual con un amigo de su progenitor, recorre estaciones abandonadas, pueblos perdidos, España despoblada. El tramo entre Ariza y Valladolid, por ejemplo, antaño una línea férrea inaugurada en 1895, de 254 kilómetros, próspera y de comerciantes a la vera del Duero que ahora está abandonada. El musgo se come las vías muertas, las estaciones han sido derribadas o languidecen, los paisanos que habitan cerca le hablan con la resignación del que habita en el olvido de todos en un sitio sin futuro.

«Mi padre murió pronto y sus recuerdos quedaron en ese limbo de la memoria en el que se desvanecen las vidas de los que nos precedieron y a los que no escuchamos cuando estaban vivos. Luego nos arrepentimos de ello y, como yo ahora, tratamos de reconstruir sus pequeñas historias con los retazos de lo que se quedó en el aire», dice Llamazares, que en íntima confesión, cuando el lector va llegando a la página cien, afirma que en realidad él quizás ha nacido para seguir las huellas de los demás. Para captar el aire que vivieron y respiraron, para revivir su peripecia.

El autor testa el ánimo de las gentes: se introduce en las cafeterías, olisquea en los restaurantes, almuerza, se empaña del aire del lugar, para el coche, habla con la gente. El lector va asistiendo al texto con el teléfono al lado para ir chequeando dónde está ese pueblo del que habla, cuántos habitantes tiene, de qué vive. Vamos visitando lugares: Palencia, Laguna de Duero, Traspinedo, Sardón, Quintanilla de Onésimo, Vadocondes, Almazán, Alentisque, la Sierra de Espadán... Pasamos por pasajes gélidos, por cicatrices y huellas de la Guerra, por búnkeres y rastros de trinchera, por aldeas, por haciendas y carreteras. Lugares que en algunos casos han perdido el tren del progreso. Pasamos por Calamocha y Daroca, por la ribera del Jalón, por algunos de los puntos donde el termómetro ha alcanzado la más fría temperatura jamás registrada en la Península Ibérica.

La guerra la pierden todos salvo los que participan en ella, ha dicho en alguna ocasión Llamazares. Este es un libro sobre el fracaso colectivo que supone una Guerra Civil. Un homenaje a una generación. Es una advertencia contra el olvido, una admonición a quienes son guerracivilistas o utilizan aquella monstruosidad a la ligera, la manipulan o la ignoran; un libro para quienes no oyen a sus padres. Porque esa es la letanía u oración, el lamento, el grito, que recorre el libro: me arrepiento de no haber oído más a mi padre. Quién no. En eso pensaba siempre nuestro autor, también -por ejemplo- al cruzar la carretera de Onda a Segorbe en total silencio y escuchando música clásica de Mendelssohn inspirada en dos poemas de Goethe. Siempre pensando qué sentiría aquel muchacho al pasar por esos mismos parajes. Qué le diría a su amigo Saturnino, compañero de fatigas, vecino de Aviados, que proporciona la pista de todo esto a Llamazares; qué se preguntarían, cómo observarían el paisaje, cómo conjeturarían sobre su futuro. O sobre si lo iban a tener.

Estamos ante un viaje interior también. Un viaje a la memoria del padre pero igualmente a la del hijo. Un viaje que hoy en día puede hacerse por carreteras más o menos confortables en siete horas y pico y que en aquel tiempo de trincheras, frentes de guerra, comunicaciones precarias y trenes de ganado lentos y quebrados, preñados de soldadesca, requería varias jornadas con sus respectivas noches.

Julio Llamazares, leonesista de pro, se dio a conocer con ‘Luna de lobos’, su primera novela (1985). En 1988 publicó La lluvia amarilla, una de sus obras más emblemáticas. Ha sido dos veces finalista del Nacional de Literatura y ha practicado la narrativa, los libros de viajes, el periodismo y el articulismo. En su prosa, como en el caso que nos ocupa, sentimos el aliento de un escritor vocacional sin afán elitista, un practicante de la ternura que no desdeña el humor ni la ternura. Su voz es como la de alguien que viniera del frío y, ya con un coñac en la mano, junto a la chimenea, bien pertrechado, nos contara una historia. De las que te dejan huella.

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