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Libros

Uno de los mejores relatos de la historia

En ‘Los Muertos’, relato con el que finalizó el volumen ‘Dublineses’, Joyce hace un ejercicio de total maestría y ensaya el estilo que marcará su obra

El escritor James Joyce

El escritor James Joyce / L.O

Juan Gaitán

Juan Gaitán

Es, probablemente, uno de los mejores relatos que jamás se hayan escrito. Hablo de ‘Los Muertos’, de James Joyce, el relato con el que se cierra el volumen ‘Dublineses’, y al que Nórdica le ha dedicado una bellísima edición, con ilustraciones de Emilio Urberuaga, y una asombrosa y magnífica traducción de Maite Fernández.

¿Y dónde está eso que lo hace tan bueno, ese hecho diferencial que nos lleva a afirmar que es uno de los mejores relatos de la historia? Es difícil responder a la pregunta, pero si hubiera que determinar un elemento sería, sin duda, la sencillez en todos sus aspectos: argumental, estructural, lingüística…

En ‘Los Muertos’ todo es extraordinariamente sencillo. Hay una fiesta, hay personajes, hay música, hay comida… Todo tiene un extraño aire de naturalidad, valga el oxímoron, que esconde una historia profunda.

Son muchos los expertos en la obra del dublinés que coinciden en señalar que es en este relato donde empieza a consolidar el que será el punto de vista habitual de su obra, la creación de unos personajes que pertenecen a un mundo en el que se sienten extraños, como si estuvieran en un engaño, en una impostura, y sienten la inevitable necesidad de buscar la realidad. Por eso algunos de ellos abandonan a ratos la casa donde sucede la fiesta y buscan en la intemperie un escenario más real, a pesar de la inclemencia del tiempo, de la nieve, la oscuridad, el frío.

Dublineses típicos y acaso tópicos. Personajes que se van a ir definiendo, casi sin que el lector lo perciba, por pequeñas acciones, apenas sin importancia. Las acciones siguen el orden «social» predeterminado. La llegada, los saludos, la bebida de bienvenida, la música, trinchar el ganso, repartir las guarniciones… Todo parece tan cortés, tan correcto, tan «normal» y, sin embargo, algunos personajes no dejan de abandonar la escena para buscar el frío, la noche, la otra realidad, como si tuvieran la necesidad de librarse, por unos instantes, del artificio.

Solo dos personajes de la galería parecen no participar de la impostura social, Grettel, la mujer del protagonista (procede del oeste de Irlanda, de la «Irlanda profunda», con unos modales rudos, campesinos), y la joven Lily, una chica que ayuda en casa, no exactamente una criada, pero casi. Joyce encarna en ellas la verdadera naturalidad, la carencia de todo artificio; acaso los dos únicos personajes vivos entre tantos muertos, entre toda esa gente que tiene la necesidad de mantener una imagen, de mostrarse como no son pero «deben ser». Joyce nos hace mirar ese absurdo juego que es la vida social, quizás intentando hacernos comprender que es una maldición de la que no es posible librarse.

El personaje central, Gabriel, sobrino de las anfitrionas, es el perfecto hombre social. Su intachable saber estar, su conversación adecuada, su indumentaria, sus convenientes saludos y sonrisas, todo exterior, se opone a la angustia interior que siente por tener que pronunciar un discurso, y al disgusto/desprecio que le causa estar ante un auditorio muy por debajo de su nivel cultural. Esta dicotomía hará que, finalmente, pero con una extraordinaria sutileza, acabe viéndose a sí mismo tal y como es.

Esa epifanía ocurrirá al final de la fiesta, cuando no solo se verá a sí mismo, sino también a su mujer, admirado de su belleza, lo que le llevará a un ejercicio de memoria en torno a los mejores momentos vividos con ella (y también, lo que le causará pesar, su aburrida existencia). En ese momento, cuando Gabriel siente un enorme deseo, se alzará entre ellos la sombra del joven Michael Furey, que murió por amor a Grettel, tras pasar una noche a la intemperie (otra vez la intemperie como «vida real») bajo su ventana. Será inevitable la reflexión de si está más vivo el joven Furey, inmortal por la pasión, o Gabriel, que se ha marchitado en vida. Si la vida es lo que está ahí fuera, aunque te mate, y no la de ahí dentro, la de esa fiesta absurda (confortable, pero absurda) de la que no has logrado escaparte.

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