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Nobel

László Krasznahorkai y la felicidad

El nuevo Nobel, con textos ya clásicos como ‘Melancolía de la resistencia’, supone la conciliación de la literatura con sus esencias más antiguas e indomesticadas: el misterio, la distopía, el arte sobre la destrucción moral

László Krasznahorkai.

László Krasznahorkai. / l.o.

Lucas Martín

Lucas Martín

Hay algo, no sé, quizá cavernícola o atropelladamente futbolístico en esa liturgia que con puntualidad de farero nos distrae cada octubre con lo del Premio Nobel. Una lealtad parasimpática y sin apenas fuelle, pero que se resiste a abandonar su inercia de balsa otoñal con el mismo descreído empecinamiento -también llamado cinismo- con el que los emigrantes prósperos acuden a hacer el ganso a las fiestas del pueblo o los calvos incipientes suelen trabajarse el último mechón. Algo que, como casi todo, parece venir repentinamente de arriba a abajo y que recibimos con gotas de superstición selectivamente distribuidas en medio de un océano de desinterés, lo que nos hace ignorar el asunto y al mismo tiempo atender al resultado con simulada displicencia, no vaya a ser que nos pille a contramano y la elección nos distraiga del aburrimiento o, incluso, nos haga felices en la intimidad. Al fin y al cabo, en la vida y en la literatura quizá no haya nada más tonto como que un Nobel te haga feliz, a menos que se tenga en cuenta que las probabilidades de que eso ocurra aumentan significativamente con la edad. En primer lugar, porque con los años se acumulan más lecturas, pero también porque la estupidez persiste y se agiganta, con independencia de que su área predilecta de expansión sean los libros, las variedades de café -ahora existen expertos de barriada de eso, ver para testar- o la enésima muerte del rock and roll.

Lo primero que habría que elucidar es por qué, más allá de la estolidez congénita o sobrevenida, lo que tengan que decir unos señores suecos sobre autores de los que ni siquiera tenemos el número de teléfono puede llegarnos a afectar. Fabrice Gaignault, en su ‘Diccionario de literatura para snobs’ (Impedimenta) abundó en la tesis un tanto colchonera de los ‘happy few’: el hecho, por lo demás absurdo, de sentirnos orgullosos de pertenecer a un tribunal minoritario que adora a escritores absolutamente desconocidos para el resto. Pero eso quizá ya no se sostiene; alegrarte de que premien a alguien que sólo aprecias tú se parece demasiado a bailar frente al abismo, puesto que un Nobel suele ser el camino más corto para que la obra se revalorice y se pierda a fuerza de nuevos miembros la posición privilegiada dentro del club. Por no reparar, claro está, en el amor en tiempos de Tik Tok y la poca chicha social que se puede verdaderamente extraer de algo así. Ser lector de Lázsló Krasznahorkai (Gyula, Hungría, 1954) no te abre las puertas de las discotecas, pero sí puede que te haga más feliz por razones que son las que tratamos de desenmarañar. Y que, para colmo, en muchos casos, no tienen nada que ver con lo extraliterario y con las simpatías personales que nos despierte el autor. La sensación de que era eso y no otra cosa lo que se andaba buscando todas estas décadas; tal vez de que se haga justicia, de un modo un tanto infantil, y de que en medio de ese inagotable y acientífico mar de afinidades que es la literatura por fin se coincida con lo que justamente se persigue al escribir y al leer.

Abrir, por ejemplo, un libro como ‘Melancolía de la resistencia’, que, como casi toda su obra en castellano, debemos a Acantilado y al traductor Adan Kovacsics, es tropezar frontalmente con ese reconocimiento que, por no abusar de místicos, tiene tanto de inventario técnico como de chasquido previo y elemental. Una comunión de forma y contenido que es la misma que respira en las adaptaciones al cine que el propio Krasznahorkai ha ido firmando con su compatriota Béla Tarr en una de las asociaciones más brillantes y precisas de las últimas décadas y que mantiene vivo ese misterio y esa profunda humanidad que prefigura el estilo del escritor húngaro. En el caso, de ‘Melancolía de la resistencia’ a través de un texto de humor despiadado en el que el horror, la distopía y el velo de la historia se funden en una fábula que hundiendo sus raíces en episodios aparentemente reconocibles -la guerra, la represión soviética- adquieren visos de memoria última y universal. La bruma de un dolor informe, de una trampa política que cambia de chaqueta ideológica y que vuelve una y otra vez a la misma ración de vulgaridad, vileza e indefensión. Emparentado por muchos con la estirpe de Kafka y de Bernhard, Krasznahorkai, que se considera el escritor del fracaso, parece escribir entre las ruinas, devolviendo una dignidad que aflora con especial ahínco en sus personajes más antiheroicos y vulnerables y en la que lo inquietante y el dolor se convierten en un sorprendente salvoconducto hacia la belleza; la ballena disecada gigante que visita la ciudad en invierno en la novela y que reconecta con esos extraños números de tahúr que incomprensiblemente asomaban en los pueblos en tiempos de nuestros abuelos y que ahora suenan a realismo mágico con la misma impavidez con la que suena a distopía todo dolor inminente, compartido y sincero - la tragedia, contra todo pronóstico e incluso con experiencia en el ramo, sigue pareciéndonos más inverosímil que la modorra del bienestar-. Hijo de un mapa hecho ceniza, el de una Hungría que fue imperial y esbelta y luego soviet y ahora en manos de un indeseable como Orbán, altamente repudiado por el autor, Krasznahorkai sabe lo que hace y probablemente también lo que nos hace. El dolor y el crujido de la felicidad; todavía más a través de sus libros que del premio, lo cual no deja de ser paradójico si se tiene en cuenta la melancolía que envuelve su literatura, su ausencia de paños calientes, su desdicha. Un lujo, pese a todo, poder seguir asistiendo al milagro; justifica el circo y las ganas de leer.

Melancolía de la resistencia

Autor: László Krasznahorkai

Traducción: Adan Kovacsics

Editorial: Acantilado

Páginas: 424

Precio: 25,95 €

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