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Emil Cioran: escéptico y demasiado humano

En ‘Manía epistolar’, Emil Cioran revela su rostro más íntimo a través de seis décadas de cartas. La obra, traducida con sutileza por Juan Vivanco Gefaell, traza el mapa humano y filosófico del gran pensador del escepticismo

Emil Cioran.

Emil Cioran. / L. O.

María Gaitán

María Gaitán

Hay autores cuya vida y obra se confunden hasta el punto de ser indistinguibles; otros, como Emil Cioran, parecen esconderse tras sus libros, tras un estilo tallado con precisión ascética, como si cada palabra fuese una máscara de lucidez. ‘Manía epistolar’, publicado por Taurus, viene precisamente a romper esa distancia. En él se recogen más de ciento sesenta cartas escritas por Cioran entre 1930 y 1991.

El libro no es solo un testimonio biográfico: es, ante todo, una radiografía del pensamiento que late detrás de los aforismos. En estas cartas, dirigidas a familiares, amigos y pensadores como Mircea Eliade, Samuel Beckett, María Zambrano o Fernando Savater, Cioran deja entrever al hombre que duda, que se contradice, que se desborda. El filósofo que en ‘Del inconveniente de haber nacido’ parecía habitar una altura de desesperación serena, aquí se muestra más cercano.

Lo primero que sorprende es la continuidad del tono. A lo largo de sesenta años, Cioran escribe desde el mismo temblor. La juventud rumana que asoma en sus primeras cartas se va apagando en el exilio parisino, cuando adopta el francés como lengua definitiva y convierte la renuncia en estilo. En las últimas misivas, ya anciano, su voz se hace más leve, pero conserva esa precisión cortante que convierte la desesperanza en una forma de lucidez estética. Cada carta es un pequeño ensayo de sinceridad: no la sinceridad ingenua del sentimental, sino la del que ya ha atravesado todas las ilusiones.

El valor de ‘Manía epistolar’ reside también en su estructura temporal. No se organiza como una narración lineal, sino como un tejido de instantes dispersos en los que se alternan confesiones, ironías, comentarios filosóficos y quejas domésticas. Cioran pasa de discutir sobre el sentido de la existencia a lamentarse por un dolor de cabeza o por el ruido de los vecinos; y es precisamente ahí, en esa alternancia de lo absoluto y lo banal, donde su figura se revela por completo. En la carta el pensador abandona la pose del moralista y se convierte en alguien que piensa con el cuerpo, con la fatiga, con el humor, incluso con el resentimiento.

El trabajo editorial de Taurus destaca por su sobriedad: sin aparato crítico excesivo, sin notas que interrumpan la voz del autor, deja que las cartas respiren con naturalidad. El prólogo, breve y lúcido, recuerda que «la correspondencia es la literatura menos hipócrita». Es cierto: en la carta Cioran no pontifica; se explica. Y al hacerlo, ofrece una autobiografía involuntaria, una historia del pensamiento escrita al margen de la filosofía académica.

En este punto conviene subrayar el papel del traductor, Juan Vivanco Gefaell, cuya labor resulta decisiva. Traducir a Cioran no es solo trasladar significados: es mantener un tono que oscila entre la gravedad y la ironía, entre la precisión francesa y la melancolía rumana. Vivanco consigue preservar esa tensión, dotando al español de una cadencia que no suena impostada ni demasiado «literaria». La traducción respeta los matices: el ritmo breve, la musicalidad seca, la alternancia entre la frase aforística y la exclamación confidencial.

Desde el punto de vista temático, las cartas constituyen una especie de arqueología del desencanto. En ellas se percibe el tránsito de un Cioran joven, casi místico, a un escritor escéptico que hace del pesimismo una forma de lucidez. La obsesión por la muerte, la imposibilidad de creer, el desprecio por los sistemas filosóficos, la fascinación por el fracaso, la ironía ante la historia y la religión: todos los grandes temas de su obra aparecen aquí en estado puro, pero filtrados por la inmediatez de la correspondencia. En lugar de la sentencia definitiva, encontramos la duda; en lugar del dictamen, la confidencia. Es, quizá, el Cioran más cercano al hombre que fue.

La lectura de ‘Manía epistolar’ produce una sensación extraña. Uno entra esperando el tono solemne de sus ensayos y se encuentra con un autor que se queja, que ríe, que se contradice, que pide disculpas. Es el reverso del filósofo: el Cioran cotidiano, que vive en una buhardilla parisina, que teme el ruido del mundo, que se asombra de seguir vivo. A ratos, el lector se siente incómodo, como si espiara algo demasiado íntimo; otras veces, se siente acompañado por una voz que piensa exactamente lo que uno no se atreve a decir.

El libro termina casi en silencio. Las últimas cartas, fechadas en los años noventa, rozan la disolución del lenguaje: frases más cortas, menos combativas, más cansadas. Pero incluso en la fragilidad final hay belleza: una serenidad que no es resignación, sino una forma de aceptación lúcida. En cierto modo, ‘Manía epistolar’ completa el ciclo de su obra: si sus ensayos fueron el rostro público del pensador, estas cartas son su respiración privada.

Manía epistolar’ no es un complemento a la obra de Cioran, es su contrapunto. Imprescindible para comprender su pensamiento y para descubrir que detrás del moralista implacable había un hombre que amaba, dudaba y se arrepentía.

Manía epistolar

Autor: Emil Cioran

Traducción: Juan Vivanco Gefaell

Editorial: Taurus

Páginas: 240

Precio: 19,85 €

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