«El toreo es el arte entre las artes». Esta afirmación de Enrique Ponce sirve de inspiración para la creación del espectáculo Crisol, una creación del torero valenciano que ayer tenía su estreno mundial en el transcurso de la Corrida Picassiana. El pintor francés Loren puso una colorida puesta en escena a través de toreografías en diferentes tonalidades y pinturas en tinta china que homenajeaban al genial artista malagueño. La banda de Miraflores se transformó en orquesta sinfónica, y artistas como la soprano Alba Chantal o los cantantes Estrella Morente y Pitingo, junto a un coro, prestaron su voz. Todo al servicio del toreo.

El sueño de Ponce se hacía realidad en una tarde de verano junto al Mediterráneo desde el momento que a los sones de O fortuna se hacía el paseíllo, solamente interrumpido por un minuto de silencio por las víctimas del atentado de Barcelona. Por momentos, música y tauromaquia se fundían en el albero, compenetrándose hasta el punto de parecer composiciones creadas específicamente para esta representación.

Disfrutó el creador de Crisol de su primero, un toro de Juan Pedro Domecq con poca fuerza pero una nobleza exquisita. Ideal para su tauromaquia, en una faena acompañada por Estrella Morente. Inspirado desde el inicio, lo cuidó en los primeros compases terminando los muletazos con la cara arriba. La labor fue creciendo en intensidad al citar con el revés de la muleta para instrumentar naturales y rematar con un enorme pase de pecho. Cambios de mano by Ponce mientras sonaba la banda sonora de La Misión, precedieron a otra de sus creaciones, las porcinas. Una estocada contraria le sirvió para pasear una oreja acompañado por el bel canto de Chantar.

El segundo, del hierro de Daniel Ruiz, no le gustó de salida a Javier Conde. Se le pegó en el caballo, pero ya en el quite realizado por Ponce se descubrió su fondo de nobleza. Lo probó el malagueño en su reencuentro con la Feria de Málaga tras dos años de ausencia, y se evidenció la calidad por el pitón derecho. Tras un primer cambio de manos con gusto, La Malagueta mostraba su cariño por el que durante muchos años ha sido su toreo. Poco a poco, se sucedieron naturales de uno a uno, todos muy despaciosos y algunos con regusto. Para los que creían que nunca volvería a suceder, volvió a enloquecer a La Malagueta con la mano izquierda. Habría tocado pelo de no haber errado con los aceros, pese a lo que dio una cadenciosa vuelta al ruedo.

El segundo de Ponce, también de Ruiz y con la misma falta de fuerza que el anterior, no siguió la senda marcada de inicio. No podemos olvidar, que se trata de una corrida de toros, y sin el protagonista máximo nada tiene sentido. Sin fuerza ninguna tras darse dos costaladas durante las chicuelinas de inicio, llegó moribundo a la muleta. Si alguien podía mantenerlo en pie era él, y así lo hizo. No fue una faena pulcra, abundaron más enganchones de los que acostumbra este torero al obligarle a embestir, pero lo sorprendente es que hubiera faena. En medio de la emoción lírica, hubo quien quiso ver una obra de arte. Tras una estocada caída llegábamos al ecuador del espectáculo taurino-musical con otra oreja, de menos peso que la anterior, en el esportón del valenciano.

Los restantes toros que saltaron al albero eran de Juan Pedro Domecq; manteniendo la discreta presentación de los lidiados anteriormente. Inédito en los primeros tercios, parecía que se iba sin pasar nada ante el inválido, se vivió un momento de fusión entre Pitingo cantando Gwendoline y Conde al natural. No fue una faena rotunda, ni mucho menos, pero nuevamente vivimos retazos de la personalidad indiscutible de este torero, con sus luces y sus sombras. La más oscura fue el uso de la espada.

Ponce no quería despertar de su sueño, y recibió al quinto por delantales en los que perdió las manos. Le gustó su condición e hizo por que no volviera a hacerlo. Conde quiso sumar a la obra de su compadre con un quite en el que destacó la media de remate. La faena fue brindada al respetable, colaborador necesario para la consolidación de su proyecto, y acompañada musicalmente por Estrella Morente; interrumpida por los olés de admiración a una labor de temple exquisito y elegancia sublime. Rotundo, cada muletazo fue sentido en una digna de la maestría de un torero de época con dominio absoluto ante un toro de bondad infinita, aunque no tuvo comportamiento de bravo. Como innovación absoluta, recuperó el capote para realizar porcinas antes de poner rodillas en tierra entre el delirio de todos. Nos volvimos locos, hasta el punto de indultar a Jaráiz número 53; el segundo en los 143 años de historia de esta plaza. El primero, Guisante de Buenavista, también perdonó su vida a manos de este genio.

Quedaba uno, y Javier Conde quería rematar el Crisol de artes. Decidido, le instrumentó cuatro buenas verónica de inicio y continuó pinturero en un quite rematado con una media salerosa. También se envalentonó Estrella Morente al cantarle por bulerías a su marido recordando la Noche Mágica. En el ruedo, renació el condismo y volvieron las musas en una faena tan heterodoxa como personal. La espada volvió a jugar una mala pasada. Sin querer despertar del sueño, la vuelta al ruedo clamorosa de todo el elenco de Crisol tenía su éxtasis con la salida a hombros de Enrique Ponce y el ganadero Juan Pedro Domecq.