En estos tiempos que corren, cuando la etimología de las cosas es asunto sólo de recalcitrantes y pesados, acontecimientos como la Feria de Málaga sólo podían ser descritos a partir de su existencia como episodios que rompen, por unos días, la economía de nuestro pequeño universo cotidiano. Yo, desde luego, he visto cosas verdaderamente increíbles en mis años como observador de la diversión ajena, tengo imágenes que llevan años acompañándome por asombrosas, bizarras... Por ejemplo, la calle Echegaray abarrotadísima, como en una foto de Spencer Tunick, con gente botando encima de contenedores de basura; imposible capturar con palabras una visión postapocalíptica, que en mi recuerdo (que se ve que es bastante esnob y petardo) ha crecido como un híbrido entre la escena del Mar Rojo de 'Los diez mandamientos' (yo no era Moisés: nadie se abrió a mi paso precisamente) o 'Qué difícil es ser un dios' (quien haya visto la peli de Aleksei German sabrá por dónde voy).

Tiempo después de aquello me trasladé a vivir al Centro Histórico; y tiempo después de la mudanza, el casco antiguo ha pasado a convertirse en algo así como un decorado de muchos colores, movimiento y bulla de todo tipo en que los malagueños, a fuerza de ser observados por los cruceristas, visitantes y viajeros de todo tipo y pelaje, hemos terminado creyéndonos en el papel de figurantes, de interpretarnos a nosotros mismos; bueno, en realidad, interpretamos la idea que nosotros creemos que los visitantes tienen o esperan de nosotros.

El asunto es que la vida en estas calles ya es del todo irreal: no tiene los picos de euforia altos o bajos de miseria, ni los valles de aburrimiento que posee la existencia en cualquier barrio; aquí, todo es torrente de ruido, fiesta e hiperkinesia que jamás se detiene y que, por tanto, al final resulta terriblemente monótono. De ahí que la Feria ya no cumpla con la única función que, a mi entender, le quedaba en el casco antiguo de la ciudad: la de suponer la ruptura momentánea de la economía de nuestro pequeño universo cotidiano. Quiero decir, no hay demasiada diferencia entre la calle Granada, por ejemplo, un 20 de mayo que un lunes de Feria. Porque aquí siempre es fiesta. Una fiesta, eso sí, tan placentera como el priapismo.

Nunca he sido de los calamardos de la Feria del Centro; quizás tenga pocos escrúpulos, no sé, pero las imágenes de feriantes desahogándose a plena luz del día y al lado de cualquier casa o las de montones de basuras apilados en cualquier rincón, a mí, la verdad nunca me han importado. Supongo que tengo un concepto de fiesta popular amplio y entiendo cuáles son sus ventajas (fiesta al aire libre, siempre de un lado para otro, etc) e inconvenientes (lo que se bebe debe salir por algún lado, esto no es Ascott, etc).

Pero la redundancia, el que nuestro Tour se haya convertido en un ascenso infinito al Alpe D'Huez, eso, ay, sí que resulta abrumador, cansino. Porque la vida, la existencia necesita de signos de puntuación y aquí parece que nos hemos comido todas las comas. Quizás esta ciudad se merece ya un puntoy coma, un pequeño respiro, pero me temo que no muchos coincidirán conmigo. Mientras tanto seguiremos interpretando nuestro papel en los vídeos de vacaciones ajenas.