Alfredo Luque tiene razón, y sabe que tiene razón: ¿qué lógica soporta que cada año su calle, su portal, se llene de viscosidades, de líquidos de procedencia orgánica, de terrorismo sonoro, de comportamientos vergonzantes? A veces piensa que la gente coge estas cogorzas por el pasote en sí, y para poder relatar al día siguiente el desfase como la hazaña de una extraña guerra en la que vomitar parece ser una victoria. Y sabe que puede parecer un señor gruñón o recalcitrante, pero le gustaría ver a los demás en su situación: cree que más de uno y más de dos bajarían para afear conductas pero no con palabras precisamente. Pero él aguanta, con el civismo del que carecen los que estos días le rodean.

El señor Luque se asoma a la ventana para contemplar el paisaje de la batalla. Es consciente de que hace tiempo que este hábito dejó de ser una forma de estar alerta por lo que pudiera suceder; tan cotidianas se habían hecho estas molestias que ahora, más bien, eran algo que le encantaba odiar. La indignación produce cierta sensación adictiva, especialmente cuando uno sabe que tiene la razón.

¿Cómo es posible que se llegue a esto y, más grave aún, que se permita, que se produzca a vista y paciencia de las autoridades? «Claro que todo el mundo tiene derecho a divertirse, pero, ¿así? ¿Y justo donde yo tengo derecho a hacer lo que me plazca?», suspira al aire Alfredo. Porque ha visto de todo ya desde su ventana: gente orinando, gente defecando, parejas copulando, enfados demasiado exaltados, violencia de todo tipo... Lo tiene todo documentado en su móvil; al principio lo hacía con la exhaustividad de un detective pero después empezó a sentirse más un notario de atrocidades, el testigo indispensable para recordarle a la sociedad hasta dónde es capaz de llegar.

Un chaval le llama la atención al señor Luque: va solo, como puede, tambaleándose, más pálido de lo que cualquier metáfora pudiera sugerir. Desprovisto de lo errático que trae el alcohol y de la ropa desastrada por horas y horas de juerga, podría decirse que este muchacho tendría un aire formal y confiable en su vida diaria. Pero el cachondeo siempre nos iguala a todos por lo bajo.

Alfredo sigue los pasos del chico desde la ventana, con disimulo. Evidentemente, llega el momento en el que el joven, de no más de 20 años, se desploma, y lo hace en perfecta verticalidad, con cierto honor después de todo para su apariencia de escombro humano. No es que sea una escena particularmente sorprendente o indignante, pero el señor Luque saca su móvil y fotografía al vencido. Si mañana, entre amigos, se le ocurriera contar la moña con gracia, él tendría la prueba de su patetismo.

Pasan los minutos y el chaval no se mueve ni nadie se acerca a preguntarle cómo se encuentra de verdad, aparte de borrachísimo (la mayoría de los que pasan por aquí no están mucho mejor que él). Alfredo Luque mira hacia arriba: no es la primera vez que piensa en lo lamentable de escenas como ésta en un día con un cielo tan hermoso y acogedor como el de hoy. Entonces se calza y baja a la calle.

Sólo unos pasos después, driblando el naufragio, tratando de esquivar los olores picantes, el señor Luque está ya delante del chico. Le observa de pie, desde arriba, y corrobora la opinión que se formó en la ventana de su casa: cuando terminen estos días este muchacho volverá a lo suyo, a ser un chaval del que uno podría fiarse (todo lo que uno puede fiarse de un joven, claro). Alfredo Luque le mira, con blanco semblante y muy quieto; se inclina, comprueba que no está más que borracho, y le toca la cara como deseándole buenas noches. Pero es de día, todavía hay un cielo azul. Coge su móvil, llama a emergencias y sube a su casa. Desde la ventana, observará al chico hasta que llegue la ambulancia.