Para mimetizarse con la inercia que imponía este lunes festivo, el motor de la feria se sintió obligado a arrancar tras el kilométrico fin de semana de cinco días al que le prendieron mecha los fuegos artificiales allá por un miércoles, disfrazado de viernes, del que casi nadie se acuerda ya. Tras un domingo relativamente tranquilo -esta palabra le haría un motín al diccionario por estas fechas si existiese una RAE malaguita-el pretexto de la jornada de fiesta local bastó para echarle un pulso a cierto vocablo que rima con Cartojal: el terral.

Ese calor, que irrumpió desafiante y a la hora del almuerzo se estabilizó dentro de su aparente gravedad, condicionó algunas de las postales de una jornada en la que a la feria del centro no le iba a costar en exceso hacer los deberes. Si la playa le había robado una evaluación antes el mes de agosto a la fiesta que es su propietaria en las escrituras, el panorama de inesperado desierto mutó en cuanto el calendario pasó otra hoja y se reencontró con una proporción mayor de fieles -que tampoco resultaba excesiva- dispuesta a bailar con las altas temperaturas, que se anunciaban en peligrosa reaparición para estrenar la semana. Por momentos, pudo llegarse a la conclusión de que el decreto de fiesta permanente había enseñado a unos cuantos a convivir de tal manera con el bochorno, como si la feria ya supiese domar al calor y hubiese aprendido de repente a bailar con el terral.

A veces, son los propios decibelios los que le recuerdan a los más jartibles cuál es su verdadera misión. Ocurre en la plaza de la Constitución cada vez que por el altavoz suena ey chipirón, todos los días sale el sol y da la sensación de que quién debe aplicarse el mensaje va a terminar, una vez más, resurgiendo de sus cenizas. Aparentemente aligerada de casetas como ya anunció el Ayuntamiento, el enclave que delimita entre la bandera de España y la fuente patrocinada para la ocasión sigue estableciendo las coordenadas más fiables en las que medir la afluencia real, la evolución que experimenta la jornada o los índices alcanzados de desmadre. Bastan un par de ejemplos. A las dos y cuarto, con el terral mostrando una versión que luego se estabilizó, se llegaban a contar más abanicos de propaganda de esos que reparten de cartón que vasos de plásticos rebosantes de zumo de cebada, lo cual junto a la caseta de la San Miguel es poco menos que un milagro. Luego, en cuanto pasadas las seis de la tarde se decretó el toque de queda musical, el griterío que coreaba a toreros etílicos o jaleaba cualquier atisbo de jolgorio se apoderó de la atmósfera como de costumbre, para reiterar que en determinadas circunstancias el corazón de una ciudad mediterránea viene a ser un barco de Chanquete del que no moverán a quienes se empeñan en las aritméticas del a falta de pan, buenas son tortas.

Pesadilla en San Andrés

A estas alturas de una película que por desgracia no solo filma una oda espontánea al Cartojal, el regreso a la marabunta de la fiesta también se dejó alimentar por una sucesión de flashes que devolvía a quien se reactivaba para el baile a las catacumbas del fin de semana. A estragos causados por esa fiebre del sábado noche que se dispara con la excusa de las luces del Cortijo de Torres. Precisamente, a la madrugada que amaneció en domingo por aquellos lares del Real, se remitía la conversación entre dos jovencitas que acaban de atravesar la frontera de la mayoría de edad. Al oírlas relatar lo que les sucedió, daba la sensación de que en estas jornadas, a priori desenfadadas y eufóricas, es más difícil soñar despiertos que vivir en directo una de las muchas pesadillas cotidianas que proyecta una ciudad colapsada por la multitud y cierta ausencia de soluciones.

De hecho, muchos de los instantes en los que ambas muchachas y decenas de almas más anhelaban el descanso en el colchón de su cama transcurrieron en las inmediaciones de la estación de cercanías Victoria Kent que, en sus instalaciones ahora desbordadas del barrio de San Andrés, propician el regreso hacia la costa tras una noche de feria. Invitan a un retorno que no siempre es inmediato y que, como ya le ha sucedido a tanta gente este año, puede tenerte hasta casi tres horas esperando uno de los primeros trenes de la jornada.

Mientras se quejaban de que antes de la medianoche ya no hay salidas y el servicio se corta hasta algo antes de las cinco y media de la mañana, dada la ausencia de los horarios especiales que «sí se aplican ampliándolos en Semana Santa», rememoraban el tamaño de la cola que le daba la vuelta a esta estación cuando llegaron a ella desde el ferial sobre las seis menos cuarto. «Si hubiera trenes hasta las dos y media o las tres, no pasaría lo que está pasando pues estás obligado a quedarte más tiempo en el recinto ferial hasta que ya empieza a funcionar el Cercanías», apuntaban con resignación antes de que la charla desvelase un desenlace que tampoco pudo ser aliviado con taxis o los intentos fallidos de contactar con las compañías Vtc.

La espera lógica, la falta de alternativas, la escasez habitual de trenes en esta franja horaria durante el fin de semana y la imposibilidad de que el aforo de los vagones atendiese a tanta demanda, las tuvo allí hasta más de las ocho y media. Entonces, consiguieron al fin subir al cercanías en dirección a Fuengirola que las llevaría al apeadero de Los Álamos, en el epílogo de un día que dejó de ser alegre para naufragar en una de esas odiseas con las que la Feria de Málaga exhibe su capacidad para reinventar el legado del mismísimo Homero. O, mejor dicho, para emular a Hitchcock con títulos cocinados al amanecer como esta Pesadilla en San Andrés.