Alejandro sabe que caerse es inevitable a estas alturas. Ha bebido mucho más de lo necesario y lo demasiado, así que ya sólo queda esperar a que el cuerpo se ponga en huelga. Y lo hace, sin avisar, como si alguien desconocido hubiera presionado el botón de stand by desde su mando a distancia. El derrumbe no suena tan fuerte como esperaba el chico: él mismo es en estos momentos material de dudosa calidad, más flojo, poco potente, del que hace menos ruido.

Sus amigos le animaron a venirse a Málaga por unos días, para que Alejandro se olvidara de unos últimos meses que habían sido una especie de agujero negro que parecía haberse tragado al chico. Iba a decirles que no, que ni de coña, que no estaba para nada, que estaba muy cómodo instalado en sus tragedias, pero una tarde se acercó a su casa uno de ellos con la camiseta que habían diseñado para el viaje grupal: se podía leer Los Superbebientes en una caligrafía más de guardería que de asunto cachondo (cada be era un dibujo de una jarra rebosante de cerveza). Cómo rechazar la invitación de aquella panda de imbéciles. Unas semanas después, al pisar el Centro de Feria por primera vez Alejandro supo cómo terminaría aquello: catarsis cutre, de estética chancletera, vaqueros cortos y pelo guarrete. Pensaba que no estaría mal dejarse caer alguna vez...

Después de vomitar la primera vez exactamente donde le pilló su cuerpo, en la puerta de un edificio de viviendas, Alejandro sintió alivio y culpa al mismo tiempo: lo primero por las razones evidentes; lo segundo, porque, claro, a él no le gustaría vivir en un sitio potable. Estaría bien imponerse como penitencia venir mañana con la fregona y dejar una cartita en cada buzón del bloque: «Soy Alejandro, uno de los que vomitó ayer en la entrada de vuestra casa. Lo siento de corazón». Pensó en cómo esta acción le daría un nuevo sentido a la expresión hacer de tripas corazón y se hizo gracia...

De alguna manera extraña, Alejandro se siente cómodo tirado en el suelo, esperando una especie de resurrección ojalá lejana: nada se ha detenido excepto él mismo y la verdad es que dejar de formar parte del mundo durante un rato resulta medicinal. El chaval suspira y, de repente, se da cuenta de que cerca, arriba, desde la ventana de un piso un móvil hace flash. Con la escasa consciencia que le queda, a Alejandro le hace hasta gracia que alguien le retrate en un momento así. Qué pena que no tenga fuerzas para hacer un saludo con la mano al fotógrafo.

Ya no puede más, ahora sí que se va a quedar grogui del todo. Antes de abandonarse, nota una respiración que suena desde arriba, cerca pero lejos a la vez. Pasan unos segundos, siente una mano rozándole la cara, como en un gesto de cariño, De verdad que tuvo esa sensación. Es de día aún, el cielo azul es azulísimo, y es como si el sol leve de esta hora le estuviera recomponiendo el cuerpo, milímetro a milímetro. Escucha el mundo y sus ruidos lejos. Volverá a ellos. En algún momento. Ahora no.