La lluvia y el granizo intranquilizaron durante un par de horas el SOS 4.8, la tercera edición del festival murciano celebrado este fin de semana. Este año se desbordaron todas las expectativas en cuanto a público. Por primera vez se agotaron todos los abonos y entradas de día con antelación, y habría sido una pena suspender. Afortunadamente sólo hubo que lamentar que Varry Brava se quedaran fuera y los retrasos en el escenario principal, que llegaron a ser de hasta una hora. La tercera edición del SOS ha sido la de los récords, reuniendo en dos días a 70.000 espectadores, solucionados la casi totalidad de los problemas del recinto, que se sigue postulando como el más razonable por los servicios que le presta el Auditorio Regional. El reto ahora consiste en seguir creciendo de forma sostenible. Y parece que están en el buen camino.

La murciana Lidia Damunt abrió los conciertos de la segunda jornada ante una nutrida parroquia que gritaba y vibraba. La chica de la pandereta entró al set como un búfalo desbocado en un rodeo, y el público se quedó petrificado. Un huracán rebosante de actitud, que canta apretando los dientes, toca la guitarra, sopla la armónica como un demonio y agita la pandereta que lleva sujeta al tobillo mientras taconea, aúlla y maúlla, dejándose la garganta en alucinadas historias fantásticas. Country severo y rockabilly austero, cual versión punk de Johnny Cash o Hank Williams. Lidia te atrapa desde los primeros compases con su folk-pop chatarrero y lo-fi. No es un fenómeno de masas, pero goza de popularidad y prestigio considerables. Parte de su encanto está en la desarmante y despreocupada sencillez con la que expresa sus odas entre cómicas y metafísicas. Estamos ante una artista que deja huella... Pero no le pises sus zapatos nuevos.

Aún no había terminado Lidia, y en el escenario principal comenzaban las actuaciones con Nada Surf. Fue encomiable la manera en que plantearon su directo, todo un recital de pop musculado y revitalizante. Acompañados por Martin Wenk (Calexico), a quien el público cantó un emotivo 'Happy Birthday', dieron una fiesta por todo lo alto. Se marcaron un buen número de versiones del suculento 'If I Had a Hi-Fi'. Destacó 'Enjoy the Silence' (Depeche Mode), y la sorpresa fue 'Evolution' de Mercromina. El repertorio fue de lo más acertado, con una selección de lo mejor de sus cuatro últimos discos.

También hubo retraso para We Are Standard, y eso que el backline ya estaba instalado. Los de Getxo han elaborado una mezcla infalible de funk infeccioso y ritmos contagiosos. Lanzaron directamente al sistema nervioso una oda al hedonismo más visceral, donde la siempre efectiva doble batería, los juegos de luces, un generoso y sin embargo definido volumen, algo de percusión electrónica, un puñado de loops bien invertidos y teclados sintéticos terminaron por convertir el recinto en una especie de improvisada rave, una orgía de emociones. Tras ellos, L.A., el proyecto de Lluis Albert Segura, un luchador, que ha perseverado en sus propias convicciones y no ha parado hasta conseguir demostrar al mundo que posee un talento abrumador. Desgranó de manera casi íntegra 'Heavenly Hell'. Canciones que llegan a los sentidos por la senda del buen gusto, la seducción interpretativa y la elegancia sonora. El público que llenaba el pequeño escenario esperó pacientemente la salida de Dorian que, junto a Love of Lesbian, constituían la mayor apuesta por el pop nacional del festival. Los fieles de Dorian se hicieron oír hasta en el otro escenario coreando el pegadizo estribillo de 'Cualquier otra parte', su mayor hit hasta la fecha.

El grupo inglés Mystery Jets se encargó de animar el ambiente antes de la fiesta grande que después se esperaba. Su música, un indie con estribillos y coros pegadizos, fácilmente tarareables, sumado a teclados en sus canciones, consiguió que la gente bailara tímidamente con ellos aunque muchos no conociesen para nada al grupo. La voz del cantante -quien no paró de moverse y bailar, aunque entrara apoyado en unas muletas y estuviera todo el rato sentado- brilló en temas conocidos como 'Half in Love with Elizabeth' o 'Two Doors Down', que tuvieron colaboración en los coros del público.

Llenos de sensibilidad y dulce encanto se presentaron The Magic Numbers, trayendo el verano al festival. Su propuesta -una mezcla de The Mamas & the Papas con melodías de pop soleado a lo The Beach Boys- está más cerca de las playas de California que de la lluviosa Inglaterra de la que provienen. Y es que los cambios rítmicos son constantes en las canciones de The Magic Numbers. El truco es sencillo, pero funciona: bajan las voces, se ralentiza la música, suben las voces, suben más, una pequeña parada y... guitarrazo y estribillo épico. Infalible. Es difícil no emocionarse, por ejemplo, con los coros veraniegos de 'Forever Lost'. A los fans, la cálida 'I See You, You See Me' ya nos habría valido por todo un concierto. Descubrieron un repertorio de buenas canciones pop adornadas por bonitos juegos de voces. Melodías que oscilan entre la delicadeza de 'Which Way to Happy', para mí la mejor, y la fuerza vitaminada de 'Love me Like you'.

Sí, Madness ya no son la 'locura', al menos en el plano escénico, tampoco caen en la autoparodia. No perdieron el tiempo intentado ocultar sus arrugas, volcándose en la inmortalidad de algunas de sus canciones. La banda que mayor partido sacó en los ochenta a la fusión entre ska y pop inglés lucía su habitual imagen trajeada y sus característicos sombreros. El grupo apareció en el escenario y nos avisó de que era hora de empezar mover los pies al ritmo del "rockiest rock steady beat of madness, one step beyond!". Y la locura se desató. Fue ese himno ska el que abrió el concierto, con el saxo de Lee Thompson marcando el rumbo y un trío de metales ensayando coreografías marca de la casa. Al frente, el caballero Graham McPherson, es decir, Suggs, flanqueado por Chas Smash. Su sesión de ska-pop trufada de éxitos marcó territorio con dignidad, mezcló públicos y demostró que los límites estilísticos del SOS 4.8 son flexibles, sobre todo si se trata de poner a bailar a miles de personas con munición fiable. Pero nadie quería saber nada de las nuevas canciones. Allí todo el mundo fue a bailar sus himnos ochenteros. De celebración, y el greatest hits de Madness no podía pasar por alto 'Our House' ni ese momento de 'It Must be Love', que inspiró cánticos y abrazos colectivos.

Con Orbital, los sonidos pregrabados y los bpm se adueñaron del festival. Los hermanos Hartnoll volvían al ruedo tras un periodo de tiempo inactivos. Ataviados con sus características gafas antorcha, Paul y Phil, rodeados de sus sintes analógicos, estuvieron al principio algo fríos. El público terminó por animarse y reaccionar ante la propuesta variada y bailable de los Hartnoll. Más de noventa minutos de electro-shock. Fue como un 'déjà vu', incluido ese ya clásico del 'intelligent techno' que es 'Satan'.

Los que buscaron refugio en algo más duro como Chris Cunnigham se llevaron una enorme decepción. Y el broche de oro lo puso Fatboy Slim. El DJ británico más showman del mundo hizo bailar a las más de 30.000 personas ofreciendo una magistral clase de cómo ser demagogo, utilizar clichés rockeros y entregarse al espíritu festivo como ninguno. En su set non-stop subió al escenario y desplegó su artillería más bailable: arengó, aplaudió y hasta abandonó los platos para acercarse lo más posible al público. Demostró cómo mantener sobre sí mismo la mirada constante de la masa, que suele bailar en trance sin importar lo que haga allá arriba. Claro, también rockeó un poco y desató el fervor de un público que fue a bailar ritmos sincopados. Fatboy Slim, rey del Big Beat, empezó la fiesta con uno de sus temas más populares, 'Praise You', y no faltaron himnos como 'The Rockafeller Sank' o 'Right Here Right Now', ni tampoco algunas remezclas y temas nuevos, envueltos en luces estroboscópicas y láser, que transformaron el recinto en una inmensa pista de baile.

Así terminaba este festival de cultura, música y reflexión dejando un magnífico sabor de boca e inscribiendo su nombre entre los festivales más señalados.