Poco menos que un unicornio. Que un relámpago de cera. Que un busto de Raymond Queneau en una hornacina de la catedral de Zamora. La irrupción del hotel Pez Espada en primera línea de playa de Torremolinos causó extrañeza en la población de la provincia y no precisamente por un precoz compromiso con el ecologismo. En 1959 construir al lado del mar se consideraba un suicidio. Nadie confiaba en un negocio alzado en un entorno salvaje. Pero funcionó. Su implantación tuvo un efecto dominó. Llegaron más hoteles. Los famosos y las rubias. La Costa del Sol se convirtió en el paradigma de las vacaciones y símbolo del crecimiento de una provincia lastrada hasta ese momento por la economía nacional y la poca bonanza de la pesca y agricultura.

Puede que en la actualidad la construcción de un hotel de 138 habitaciones no sea motivo de asombro. Pero en aquella época fue todo un acontecimiento. Torremolinos era un barrio de Málaga y La Carihuela, poco más que arena y vegetación. Luis Callejón, ex directivo del hotel, relata que los propietarios tuvieron, incluso, que financiar una conducción para garantizar la llegada de agua.

La apuesta era una locura y respondía al interés de la empresa madrileña Mato y Alberola, que en esa misma época levantaba en la capital la barriada de Carranque. La inversión no se andaba por las ramas. Se pagaron 17 pesetas por cada uno de los 350.000 metros cuadrados del complejo. El despliegue fue descomunal. Doscientos trabajadores, 138 habitaciones repartidas en seis planteas, bungalós exclusivos, embarcaderos, parrillas y unos jardines tropicales que le merecerían reconocimiento internacional.

Aún así, no todos apostaban por el éxito. Finlandia quedaba a ocho horas de vuelo y la Costa del Sol aún no se había revelado como un destino capacitado para imantar turistas durante todo el año. En un principio, incluso la dirección se plegó a la fórmula de temporada. Hasta que una serie de contingencias, algunos dicen que el terremoto de Agadir, otros que la revolución cubana, comenzaron a darle un nombre entre la población extranjera.

El hotel abrió sus puertas a finales de mayo del 59 y se repuso a un trimestre dubitativo. Pero el éxito llegó rápido. Al inicio de la década de los sesenta, comenzaron a prender los carteles de completo. Incluso hubo que improvisar refuerzos y contratar habitaciones en otros puntos como el Hospital Gálvez. "Fue una Semana Santa. Tuvimos que mandarlos allí. Al menos, vieron las procesiones", recuerda Callejón.

La fama del Pez Espada se debe a este tipo de anécdotas y a las personalidades que alojó. Pero también a las consecuencias de su funcionamiento. El hotel fue pionero en casi todo e inspiró el desarrollo de la industria. Su experiencia animó a numerosos empresarios y generó una red de profesionales que abasteció al resto. A falta de academias de hostelería, la formación corrió a cargo de la dirección del Pez Espada. En los años setenta y ochenta era difícil tropezar con un trabajador cualificado que no hubiera formado parte de la plantilla del buque insignia de la Costa.

Eduardo Rodríguez, Antonio Cortés, Rafael Paneque, Antonio Díaz, Ramón Quiles, Antonio Blanco y Manuel Saco son algunos de ellos. Todos, a excepción de Paneque, trasladaron su experiencia en el Pez Espada a diferentes negocios de la provincia. Algunos, como Callejón, en puestos de dirección. La carrera de los veteranos profesionales de la Costa da muchas vueltas, pero ninguno se ha olvidado de su paso por el hotel. Cada uno guarda una anécdota: Rafael habla del día que le subió la comida a Sofía Loren, Antonio Díaz de la tarta con el escudo del Real Madrid que elaboró para Santiago Bernabeu. "El Pez Espada es el emblema de la provincia", dicen.

Los antiguos trabajadores del establecimiento respiran compañerismo. No dejan de insistir en el recuerdo de los que no están presentes en la cita y aluden a personalidades como Brigitte Bardot o Ava Gadner con una naturalidad que dejaría petrificado a cualquier aficionado al celuloide. El orgullo por pertenecer a la flota de oro del turismo andaluz es evidente, aunque también la cultura del esfuerzo y de la superación de adversidades.

Los comienzos en el Pez Espada no fueron fáciles. La jornada laboral no entendía de recesos y la plantilla acostumbraba a hacer vida en el complejo. Un problema que se reveló en una virtud en dosis de sobremesa. "Teníamos mucha hambre. Muchos no habíamos visto un filete hasta que no los pusieron delante en el almuerzo", comenta Ramón Quiles.

La mayoría de los integrantes de la plantilla original del Pez Espada desconocía por completo las expectativas. Nadie aventuraba el éxito, pero la capacidad de elegir estaba vetada en la década de los cincuenta. Antonio Cortés, por ejemplo, trabajaba como camarero en la capital, pero no a tiempo completo. Necesitaba la jubilación de once trabajadores para acceder a la contratación. Cuando lo llamaron del hotel no reparó en planificaciones: "Mi jefe me dijo que estaba loco, que eso no tenía futuro, pero no podía hacer otra cosa", confiesa.

Los que no permanecieron en el hotel se quedan con la formación y la experiencia. No todo el mundo tiene la oportunidad de convivir con las grandes celebridades de su tiempo. Ni con sus propinas, por supuesto. En esta capítulo, destacan las que dispensaba el rey Faisal de Arabia Saudí. Los trabajadores recuerdan el protocolo y sus pequeñas fugas, caso de la noche en el que los súbditos aprovecharon su ausencia para entregarse al whisky.

El Pez Espada fue pionero en la animación. A las visitas ilustres, se agregan las actuaciones de los artistas de la época, Massiel, Raphael, Marisol. Con cada famoso, se descubren relatos y también algunas leyendas. La comitiva de Franco les confiscó hasta los sacacorchos por miedo a un atentado, Perón entregó un cheque en blanco para comprar el hotel. Y, por supuesto, Sinatra y su anecdotario negro: "Es mentira que golpeara al periodista, pero lo persiguió hasta el jardín a gritos", reseñan.