Fanfarrón, polémico, hombre que camina entre las nubes, temerario, seductor. La Costa del Sol cuenta en su biografía con múltiples referencias exóticas, pero ninguna con el centro de gravedad tan alto e incandescente como Timothy Leary, el escritor, el paradigma del hippismo, el competidor de Reagan, el amigo de John Lennon. Pináculo de una generación, lectura de cabecera de los beatniks, el norteamericano no sólo se paseó por San Francisco con arengas lisérgicas y flores en el pelo, sino también por Torremolinos, de manera discreta, algunos dicen que, incluso, clandestina, desafiando al mundo y a la CIA.

El Leary que vivió en la provincia no era el que tomaba café con Allen Ginsberg, sino el perseguido por la policía, casi siempre por asuntos de droga, su puntal teórico. Aquí logró pasar desapercibido, a pesar de que su fama ya había trascendido fronteras. Mientras el escritor y psicólogo alquilaba mansiones en la Costa, Nixon lo definía como "el hombre más peligroso de Estados Unidos". Su popularidad andaba en plena efervescencia: se había presentado a las elecciones con un himno elaborado por su amigo, John Lennon, el universal ´Come together´, llenaba estadios con sus conferencias, publicaba bestsellers sobre los efectos de los ácidos y tenía como pupilo a Ken Kesey, el autor de la novela ´Alguien voló sobre el nido del cuco´.

La trayectoria del americano compite en interés con la de la Costa. Basta con un listado menor de sus proezas para merecer un epígrafe propio en la historia de América. Nació en Springfield, como los dibujos amarillos, fue padrino de Winona Ryder, Uma Thurman y Miranda July, ejerció de vecino de celda de Charles Manson, impartió clases para Harvard y Berkeley. Su bulliciosa lucha contra la justicia vino de la mano de la droga, el pueblo contra Leary, tanto por posesión y consumo como por sus apologías, enfundadas casi siempre en estudios sobre la percepción y arrebujadas en una nebulosa propia, la suya, la de los años sesenta en Estados Unidos.

Exilio con rumorología

De su periplo en la Costa, apenas se sabía nada hasta hace unas décadas. Leary, cada vez que se sentía asediado por los tribunales, confundía abiertamente sus lugares de refugio para no comprometer a sus amigos. Si volaba a París, decía que había estado en Argelia. En España, el rumor lo situaba en Madrid y lo emparentaba al filósofo Antonio Escohotado, pensador afín, admirador confeso. Una conjetura que se hizo trizas cuando habló de Torremolinos, ciudad en la que residió varios meses junto a su familia y una señorita de costumbres livianas a la que contrató para no perder contacto con otros delitos menores, como la bigamia. En la provincia, no tuvo problemas de identificación ni chivatazo a la policía. Incluso se desplazaba mensualmente a Málaga para entrevistarse con un doctor que le suministraba calmantes para su enésima enfermedad venérea.

El poder de la elocuencia

La historia, como diría el castizo, tiene mandanga. La península en aquellos años apenas podía sacudirse la presión franquista, se veían las primeras patillas, las nuevas rubias, los primitivos acordes de guitarra eléctrica. La Costa del Sol comenzaba a desperezarse y, sin saberlo, contaba entre sus habitantes con el icono de otro planeta, el profeta del escándalo y de los mayores años de desinhibición de Norteamérica. Resulta imposible no fabular con hipotéticos encuentros, con jóvenes que aprendían a dárselas de ye-yé y pasaban por su lado sin reparar en que su cutis blanquecino no se correspondía con el de un empresario sueco, sino con el hombre que había puesto patas arriba a los gobiernos de Reagan y de Nixon. De Leary se decía que el peligro se concentraba en su elocuencia, en sus ensalmos, capaces de congregar a más de 30.000 personas en el corazón de la bestia. "Si le permitía estar libre, iba a hacer publicidad a sus ideas", decían los jueces de Estados Unidos. Y Franco sin enterarse. Qué cosas más raras tiene esta tierra.