Fue uno de los primeros modernos de la Costa. Murió por amor, desahuciado, espíritu formidable y de la canallesca. No lucía patillas ni se ataba pañuelos al cuello. Lo suyo no eran definitivamente las suecas. Mucho antes del destape, de la iconografía del bañador y los hoteles en sepia, la provincia conoció otra etapa de gloria. Cánovas del Castillo, la pujanza del Puerto, la bohemia inolvidable. Málaga más cerca de París que de Benidorm, con Joaquín Martínez de la Vega, el pintor, el romántico, el opiómano, como puntal sepultado por las décadas.

La leyenda forma parte de la literatura anglosajona, pero aquí ha perdido fuerza, solapada por los todo incluido y el paraíso cinéfilo. Martínez de la Vega fue mucho más que una historia trágica y una placa en un edificio noble, ejerció de letra mayúscula de una generación sublime y gamberra, acompañada por ilustres como Alejandro Sawa, el poeta valleinclanesco. A principios del pasado siglo, la capital de la provincia era sinónimo de riqueza. El dinero y la frescura marítima funcionaban como reclamo de los talentos más salvajes del país, los ascendentes casi directos de Picasso.

La prehistoria de la Costa del Sol le debe mucho a los indómitos de la paleta, que no sólo renovaron la pintura, sino las costumbres, la proyección de una tierra más acostumbrada a los boquerones que a las sirenas. Martínez de la Vega revolucionó la técnica del pastel, engarzó con los simbolistas de Europa, adornó con sus trazos edificios como el Conservatorio María Cristina, se convirtió en el primer cartelista de Málaga, de su feria. Mujeriego, volátil, nocturno e insomne, el artista dio el testigo a la vanguardia, casi literalmente. En 1897 agarró una botella de champán, se ungió los dedos y bautizó como pintor al hijo de su amigo, que había ganado un par de premios. Un tal Pablo. De apellido Ruiz, toda una promesa.

Indigencia y lealtad

Admirado en todas las academias, influencia del primer Picasso, botellas de espumoso, la Costa del Sol. A grandes rasgos, la vida de Martínez de la Vega tenía los ingredientes necesarios para retratar a un barbudo con chalé en Marbella, rodeado de figuras del cine, mayordomos y oropeles. Nada de eso. El pintor fue el precursor de la bohemia. Las pesetas se le iban por el gaznate. Le gustaba el opio, las carreras interminables en busca de mujeres, la energía del Puerto. Su fama no corregía la indigencia, agigantada por su lealtad a sí mismo. El pintor es famoso por sus retratos, pero a él no le interesaba el género. En más de una ocasión, rechazó las ofertas de la burguesía de la época, lo que le restó alianzas y, sobre todo, ingresos.

Agonía del pintor

Martínez de la Vega agonizó en una habitación del Parador de San Rafael, que era conocido como La Leona por la escultura que todavía hoy preside su entrada. Fue pintor, pero murió como un poeta, arruinado, mísero, perpetuo. Dicen que se suicidó por un amor no correspondido, por una decepción que le pesaba más que las deudas. Muchos de sus cuadros se conservan en el Palacio de la Aduana, se le rinde tributo en monográficos, en estudios del XIX. Nadie dulcifica sus costumbres, su vida intensa y atormentada, ligada indefectiblemente a la leyenda.

La muerte en Turismo Andaluz

El pulso luminoso y desesperado de Martínez de la Vega y sus secuaces precedió al gran ´boom´ de la Costa del Sol. La casualidad le ha brindado el homenaje que los años le velan. La sede de Turismo Andaluz es un antiguo albergue, la posada en la que el pintor, hace ya más de un siglo, se despidió de la tierra. Las campañas de captación de turistas, las exposiciones de las playas y de las suecas comparten espacio con el último aliento del moderno que bautizó a Picasso, del hombre que se suicidó por una mujer, del primer gran libertino de la provincia. ´Beautiful´, ´amazing´, typical spanish´, dirían en los años sesenta.