Eran los sesenta y el blanco y negro, las carreras de sor Citröen, los milagros de Marcelino. España respiraba con una densidad casi mortuoria, herida, contrita. La homosexualidad se consideraba un crimen, la libertad, una patología de gente rara y sin escrúpulos. En todas partes, la misma cantinela. El sudor, el clima furibundo. Salvo, claro está, en la Costa del Sol, donde hubo mucho de pacto, de silencio y permisividad a cambio de divisas. La pesadilla comenzó a perder aquí sus tonos umbríos.

La revolución del turismo puso patas arriba las costumbres. Aterrizaron los biquinis, las señoritas que fumaban, la bendita indecencia y el desaliño. Las autoridades contaban billetes y se dedicaban a los nativos. Una aberración, una delicia. Los europeos más modernos elegían un rincón bruto y atenazado para vivir como querían. España, la dura España, se ablandaba por sus márgenes, al lado de la orilla.

Puntal del movimiento

Si por primera vez se descubría un corpiño, el escenario eran las dunas de El Bajondillo. Si se cantaba con guitarra eléctrica, si se jugaba con palos de cricket. Primero la Costa del Sol y luego España. Casi siempre Torremolinos. No es de extrañar que el movimiento gay tocase la puerta de la provincia. Málaga parecía destinada a hacer historia en la liberación sexual, aunque eso sí, con una cubata y un paquete de cigarrillos en lugar de la pancarta y el ruido.

Nacimiento de una ruta

Fue el local que inauguró la rebelión en el país, el precursor de la movida nocturna. Se llamaba Tony´s Bar y no tenía precedentes en la península. Su público natural, británicos, algunos de ellos tan afamados como John Lennon, que se paseaba por el Pasaje Begoña en calidad de curioso y acompañante de su amigo y productor, Brian Epstein. Lo que inauguró el pub pronto se convirtió en una ruta. Surgieron establecimientos de nombres tan sugerentes como Incógnito. El turismo gay había nacido en la plaza de la Nogalera y Torremolinos.

La tozudez de los gorilas

No tendría nada de especial, si no fuera por la fecha. 1962. Han oído bien. La España de los gorilas. Parecía que los generales participan de un cinismo superior al de la nueva China. Por un lado, machacaban al personal con sus manías cavernícolas y, por otro, dejaban que los extranjeros hicieran de la Costa del Sol un territorio marciano, ajeno e inconciliable con sus principios cejijuntos. Pero no duraría demasiado. El régimen pensaba más con el corazón que con la billetera. Y así nos iba.

La gran redada de los setenta

El ambiente y la ausencia de prejuicios permaneció una década. En 1972, las autoridades se olvidaron de la industria turística y se enredaron en una de las operaciones más chabacanas y casposas de la historia del franquismo. El gobernador civil de Málaga se cansó de las fiestas de Torremolinos y puso en liza a su tropa más intransigente y bigotuda. A aquello se le llamó la gran redada y estuvo a punto de darle una estocada de muerte al turismo.

El adiós a la primera etapa

La ruta gay fue desarbolada. Como si se tratara de una mácula. Como si fuera deshonroso, como si llamara al delito. Cientos de homosexuales desfilaron por las comisarías. A los extranjeros se les deportó sin medir las consecuencias para la economía. La mano dura se apoderó de la diversión y de Torremolinos. Adiós a la libertad, a la alegría de británicos y viajeros de medio mundo.

Contradicción y bozales

La clandestinidad no le sentó bien a la marcha del entorno de la Nogalera, aunque regresó con más brío. La muerte de El Caudillo coincidió con la apertura de nuevos locales en los que importaba poco el tipo de compañía. El espíritu del 62 volvió a hacerse famoso en Europa con referencias como la discoteca Bronx, una de las más reconocidas del circuito. La Costa del Sol desafío a los dinosaurios. Le puso bozales de colores a cada mordisco. Una leyenda más, con el trasfondo de la gran redada, de la contradicción que inauguró el turismo en la provincia.