Se acabó el estado de sitio. Las banderas se ovillan, los balcones recuperan poco a poco sus toldos anaranjados de la época del desarrollismo. En los bares la crisis comienza a ganarle espacio a Iniesta, el calor barre la euforia, los niños vuelven al chocolate y los monstruitos. Del Mundial queda un repetitivo sabor a cerveza y aceituna y el recuerdo de las imágenes de la victoria. Málaga tiene muchas, algunas inconfundiblemente localistas. Camisetas de la selección con manchas de espeto, chanclas malheridas en el coso de La Malagueta y una extraña moderación en el grito. El malagueño carga pilas para la feria. Podría ser para los ejercicios espirituales de Loyola, pero no, está claro, que no, que volverá la algarabía, los torsos y los himnos cabezones regados con vino.

La renovación de las balconadas me recuerda a un poema de Faulkner. Mis calzoncillos–decía el americano–en los tendales como banderas extendidas. Regresa la ropa desplegada en los pretiles. Una imagen no del todo desapacible si se compara con otras. Preferiría la lencería burda de un ejército de partisanos antes que algunos retablos de la fiesta del domingo. Especialmente, por uno, que se resiste corajudamente al olvido.

Delacroix a la malagueña

Díganme si no tiene la impronta de esa Málaga, que diría el tango, que se deja crecer a las puertas del ruido y de los cafetines. Un descapotable manejado por un tipo escuálido y sin camiseta. Cabeza castrense y customizada con dos líneas perpendiculares y orejas cercanas a la licantropía. A su lado, una mujer inmensa en posición vertical imitando a una cheerleader, igual, pero al revés, con las mollas botando en las tónicas del Villa-Villa-Maravilla. Pensé en La libertad guiando al pueblo de Delacroix y celebré la estabilidad de los sostenes nacionales. Hubiera sido demasiado. Aun así, el asunto sigue vivo. Primero, por su carga cinegética y representativa y segundo, porque estuvo a punto de acabar conmigo.

Camino del limbo

Roland Barthes se fue del mundo arrollado por un cochecito de lechero. Lo mío habría resultado infinitamente peor, aunque de gran provecho en términos biográficos. No imagino mejor perfil para la revalorización póstuma de la vida. Quedarte ahí, atrapado entre las llantas que soportan el peso de una brunilda gigantona y un pajarillo semidesnudo. Seguro que iba camino del limbo jurídico. Hasta San Pedro se desternillaría y felicitaría a su jefe por su paso a la literatura humorística.

Literatura humorística

Las ventajas de no morirse tienen hoy una particularidad cuneiforme. No lo digo por capricho, sino por la cabeza del titular de esta sección, Alfonso Vázquez, que a estas horas ya lucirá el bombín que lo acredita como nuevo ganador del premio de narrativa de los amigos de José Luis Coll y la editorial Rey Lear. Ahora el amigo competirá con Dios. Él en sus libros y el otro en mi vida.