Recuerda Rafael de la Fuente, uno de los grandes biógrafos de la Costa del Sol, que la llegada de los Obama no está huérfana de precedentes de postín en las playas de la provincia. Ava Gadner, Eva Duarte, Robert Redford. Las referencias son múltiples, aunque se arremolinan, generalmente, en las décadas de los sesenta y setenta. Los últimos tiempos han sido menos hábiles en la seducción de la aristocracia, si bien cuentan con ejemplos bastante sonados, ya sea por el vigor mediático de sus protagonistas o por la osadía cenicienta de sus vacaciones. Entre estas últimas, destacan las de la realeza británica, que no se olvidó de incluir en su maleta su ritual de conversión en calabaza. Especialmente, la saga del príncipe Carlos. Eso sí, con ayuda de la cultura patria.

Pocas estancias ensuciaron tanto la popularidad de la Costa del Sol, considerado un refugio exclusivo y ajeno al papel cuché durante décadas, como la de la Princesa de Gales. Lady Di fue víctima en 1994 de un episodio que podría representar para los estudiosos poco menos que un anticipo del periodo más negro de la zona. Un suceso que, por otro lado, funciona como una prefiguración siniestra en su propia biografía, uno de esos adelantos en los que los novelistas perezosos incluyen las claves que constelan la trama y el final del libro.

El descanso en Mijas

La princesa, habitual de los predios de Sotogrande, había decidido solearse en Mijas. Su fama, agigantada por todo tipo de crónicas y subproductos cinematográficos, le impedía acercarse a la playa. Optó por el Hotel Byblos, que le parecía poco menos que un búnker. Se sentía lo suficientemente protegida como para repantingarse en la hamaca. Era una aparición, un sirena espolvoreada. O casi. Dos fotógrafos la observaban, uno a pie de pista, el otro escondido en el balcón de la primera planta. Diana tenía razones para recelar de la prensa. Pocos semanas antes había sido fotografiada en un gimnasio. Su divorcio andaba a punto de consumarse. El pánico a los tabloides no requería de pesadillas premonitorias en un túnel de Francia. Estaba bien armado y se resumía en conferencias de prensa en las que solicitaba respeto para reingresar en el anonimato. Como si eso fuera tan fácil.

El traspiés con el bañador

Fueron dos teleobjetivos españoles los que captaron su imagen. Lady Di tuvo mala suerte. En el momento en el que mantenía sobre su cuerpo los ojos alunados de las cámaras, le sonó el teléfono móvil. Al incorporarse se le desprendió la parte delantera del bañador. Sus domingas nobiliarias quedaron al aire y los reporteros se frotaron las manos. En su carrete había un tesoro que valía más que una isla del sureste asiático.

De la salvación a la melopea

El revuelo fue de campeonato. Se especuló con ofertas millonarias, con pujas exorbitantes de cabeceras británicas. La compra, sin embargo, estaba alejada de las posibilidades de la prensa inglesa. El asedio a Diana tenía bastante soliviantado al personal de palacio y contaba con antecedentes como la amenaza del Parlamento, que llegó, incluso, a plantearse recortar el presupuesto de los rotativos del país. Eso no quita, sin embargo, que se alzasen candidatos ávidos de llevarse al huerto el top less de la musa de Buckingham. En una mesa de Madrid, sonaron los millones de países como Francia y Australia.

La princesa, de nuevo, fue salvada. Esta vez no por un caballero de torso imperial y un unicornio al galope, sino por la revista Hola, que pagó una millonada para librar a Lady Di del escándalo. Las fotos abandonaron la caja fuerte de Madrid y nunca se supo de ellas. Los reporteros fueron recompensados con encargos para la revista equivalentes al pago.

La familia británica no concluyó con la intermediación de la revista la línea sucesoria de escándalos. El hijo de Diana, el díscolo Enrique, no tuvo tanta fortuna como su madre y quedó en evidencia en la prensa británica. Su pecado fue salir de Sotogrande para pasar una noche en Marbella, en la discoteca de Olivia Valere. Allí agarró una melopea tan grande como la abadía de Westminster (Westminster Abbey), desplegada a todo color en los tabloides. Fue una lección didáctica: las caras reales se descomponen también como la del resto de los veraneantes.