Se ha convertido en el empresario más famoso de la Costa del Sol. Algunos conocen parte de su trayectoria, otros lo identifican simplemente como el hombre del Villa Padierna, el señor del castillo, el dueño del hotel que tiene la papeleta de responder a las exigencias del descanso de la primera dama. La responsabilidad no le arredra, pero le ha cambiado la vida. Al menos, en lo inmediato. En los últimos siete días, su teléfono suena con una frecuencia histérica, casi siempre con el mismo telón de fondo: las vacaciones de los Obama.

El nombre de Ricardo Arranz se ha convertido en sinónimo de turismo. La asociación con Marbella resulta inevitable. Se le ve aparecer en una esquina del televisor y enseguida llegan las palabras césped, confort, piscina, veraneo de alta gama. Unas referencias que, sin embargo, están muy lejos de sus primeros pasos. El padre del Villa Padierna no nació en un cinco estrellas, ni en un spá, ni tan siquiera en la playa. Su infancia no hay que buscarla entre las redes de los pescadores, sino en una finca de Burgos. «Mi familia tenía tierras en Aranda del Duero y se dedicaban a la agricultura y la ganadería», recuerda.

Ricardo no ha perdido el acento. Dice que se siente malagueño y la cronología le avala. También las decisiones. A los 19 años se le planteó la posibilidad de elegir destino para sus estudios universitarios. Lo tenía claro. Ni Bilbao ni Barcelona ni Madrid. Lo suyo era Málaga.

En la Facultad de Económicas, que entonces pertenecía a la Universidad de Granada, permaneció hasta doctorarse. En este punto, parece que su biografía se revela con mayor evidencia, que es perfectamente natural que alguien titulado en la Costa del Sol opte por el turismo y fantasee desde niño con la construcción de palacios, pero no es el caso. A la carrera de Ricardo Arranz le quedaban todavía giros e imprevistos profesionales para situarse en línea recta al Villa Padierna y la visita de los Obama.

Su primer proyecto fue una empresa de seguridad privada, que acabó trabando alianza con Prosegur. Cuenta que entonces ni tan siquiera imaginaba una vida tan cercana a la industria turística. ¿Se arrepiente? Asegura que no, que se ha divertido mucho, que ha tenido suerte, aunque nadie le ha regalado nada.

El vínculo con los escenarios de Marbella le vino de la mano del negocio inmobiliario. Su olfato profesional le acercó al ladrillo en compañía de un socio sobradamente conocido en el sector de la alimentación: Tomás Pascual. El de la empresa homónima, el de los productos lácteos. Juntos edificaron algunas de los pagos más selectos de la Costa del Sol, aunque finalmente decidieron continuar con el negocio por separado. Arranz confiesa que sus intereses no se fundamentan en la gestión hotelera, a pesar de contar con empresas de tan buen predicamento como el balneario de Carratraca. «En principio el Villa Padierna era una forma de dar prestigio a las urbanizaciones colindantes», explica.

Eso no quita que el establecimiento forme parte de su vida, tanto desde una perspectiva rotundamente profesional como biográfica. El hotel lleva la marca de su mujer, la marquesa de Padierna, nacido en el céntrico edificio de La Buganvilla, todavía en pie, pese a la tosquedad de algunos responsables de urbanismo y sus correligionarios.

Del asunto Obama, el empresario extrae una lección que hace extensible al conjunto de la Costa del Sol. El futuro, sostiene, está en el turismo de élite, el único capacitado para dejar atrás a la cada vez más abultada grey de competidores emergentes. «Cuando hicimos el Villa Padierna decían que era una inversión demasiado alta, pero gracias a hoteles como éste podemos seguir contando con personalidades como los Obama».

A Ricardo Arranz le cuesta ocultar su fascinación por las luminarias de Marbella. Se declara en deuda con los empresarios que precedieron a su generación en la industria de la construcción y el turismo. Sus pasiones no expiran en el ladrillo y la arquitectura de las habitaciones. Le interesan los deportes y, sobre todo, su fundación de arte, que ya ha restaurado más de 5.000 piezas, generalmente de impronta clásica, aunque también pintura malagueña del siglo XIX. Además, claro está, de sus cuatro hijos. «Es interesante verlos crecer siendo un padre tan mayor». Que no engañe, tiene 60 años. Y en apenas unas horas estrechará su mano con la de la mujer que duerme en la pieza más selecta de la Casa Blanca.