Eso que llamamos coloquialmente santa improvisación española funciona bien casi siempre porque, aún siendo, como somos, un país pelín anárquico y desorganizado, solemos tener el santo de cara. Funcionó, recuerdo perfectamente, el día que se inauguró la Expo 92. Horas antes de que llegaran Sus Majestades todo el mundo estaba acojonado porque los pabellones españoles y la mayoría de los artilugios andaban manga por hombro. La inauguración fue solemne y ajustada a horario, como si la hubieran organizado los alemanes. También he visto, año a año, cómo la Feria de Turismo Fitur era inaugurada por miembros de la Casa Real con momentos de suspense e incredulidad. Unos metros delante de la comitiva los obreros de última hora iban plantando la alfombra roja al tiempo que los stands españoles terminaban de colocar las plantas y los caramelitos del mostrador.

Pero hay una variante de la santa improvisación española y esa variante se llama chapuza. Y eso es lo que cometieron Armada, Miláns del Bosch, Merry del Val, Tejero, algunos civiles fanatizados y más de un nostálgico que todavía debe andar oculto, cuando, hoy hace exactamente treinta años, quisieron acabar con la democracia española dando un golpe de estado que se quedó, afortunadamente, en un churro de estado.

O, dicho de otro modo, la chapuza española nos libró de lo que hubiera significado otra sangría en la historia de España, tan trufada de peleas entre hermanos. Había costado disgustos y sobre todo infinita paciencia alcanzar el objetivo máximo de civilizar a la España militarizada. Y cuando teníamos hasta una Constitución, cuando éramos la cruz y guía de nuestros países hermanos de América, que nos veían con esperanzas democráticas, y cuando Europa confiaba en que terminaríamos siendo uno más del club, llegan, el 23 de febrero del 81, los impresentables milicos y ¡zas! nos dan el susto tercermundista de «¡se sienten coño!».

«Que veinte años no es nada…», dice el tango, pero es que no son veinte. Son treinta años ya los que han pasado desde que Armada la armó. Treinta años en los que España cambió su rumbo y se convirtió en un país respetable y respetado; un país en el que hay tanta democracia que ya casi nadie se preocupa por ella. Es la gran diferencia con entonces. Entonces los ciudadanos participábamos y esperábamos, con miedo y con ilusión, la llegada de un tiempo en el que no hubiera que pelearse por la libertad. Hoy, siendo ya libres, dejamos la participación exclusivamente en manos de los partidos, que, por cierto, lo hacen fatal. Mis recuerdos de aquel día los tengo escritos. Era director del diario Sol de España y apostamos por la Constitución y la libertad en medio de la incertidumbre de una madrugada inolvidable.

En Málaga mucha gente se escondió; los valientes se encerraron con el alcalde Pedro Aparicio en el Ayuntamiento, otros cogieron algún yate y se perdieron en alta mar y hubo hasta quien recuperó su vieja escopeta y se tiró al monte por si había que volver a los maquis, todo lo cual es rigurosamente cierto. En la redacción de mi periódico quedamos tres. En los talleres, más responsables, todos. Los del Consejo, primero me preguntaban, luego no hubo manera de localizarlos. El Rey estuvo a la altura que tenía que estar. Fue como una pesadilla de la que despertamos viendo a los guardias civiles huyendo por las ventanas del templo de la palabra libre.