Seguramente llevaba la camisa abierta, el viento caracoleando en los espejos de su Rolls Royce, camino de la costa. A su paso es más que probable que se encresparan las colillas, que el humo emprendiera el camino de vuelta a la cajetilla del tabaco. Allen Carr no necesitaba dejarse bigote ni promulgar decretos para alejar el cigarrillo de la boca. Su libro es casi un devocionario. Durante años ha servido para disuadir a fumadores. Para muchos es lo más parecido a la providencia, aunque con coste de mercado. Tanto como para permitirle vivir en cualquier rincón del mundo mientras él se obstinaba en un único lugar, en la Costa del Sol, a pesar de que ya habían pasado los tiempos del turismo superlativo y aristocrático.

El hombre que puso en jaque a las tabacaleras, que aprisionó la adicción en una celda editorial, tenía debilidad por Benalmádena. Especialmente por la zona de interior, en la que adquirió una casa a la que volvía una y otra vez. Su vínculo con la provincia no fue sólo un capricho de propietario, sino una rendición frente al lugar del mundo en el que se encontraba más cómodo. El pueblo en el que quiso pasar más tiempo justo cuando el tiempo se le agotaba.

De la conciencia a la fatalidad

Allen Carr, el inventor del método Easyway para dejar de fumar, murió en Benalmádena. Su último cielo tuvo mucho que ver con el sol de invierno que palidece en el agua. Cuando el escritor decidió aumentar la frecuencia de sus visitas a la Costa del Sol sabía que le quedaban pocos meses de vida. Le habían detectado un cáncer de pulmón. Toda una paradoja, un ataque inmisericorde del azar si se tiene en cuenta que se había quitado de fumar veintitrés años antes. La desgracia, sin embargo, no le hizo arrepentirse. Ni se quejó por la mala suerte ni lamentó todos los momentos que había pasado sin un cigarrillo entre las manos. Y no sólo por los ingresos que le procuraron sus palabras. Carr se fue de manera elegante, al estilo victoriano, repitiendo sistemáticamente que la etapa más feliz de su existencia comenzó justo en el momento en el que aplastó contra el cenicero su última colilla.

Decisión y abandono

La aversión del escritor, otrora un fumador formidable, no le fue revelada. Al menos en la medida que un país de tradición mística como éste entiende por revelación. Carr no recibió la visita de un ángel ni arrancó el contenido de la misión del pico de una paloma, aunque, eso sí, tomó conciencia de la gravedad del asunto entre maniobras del subconsciente. Mucho antes de que los libros de autoayuda se convirtieran en el género bobalicón y autocomplaciente de nuestros días, el escritor se decidió a acompañar a su mujer a una sesión de hipnosis para dejar de fumar. Su postura oficial era la de un escéptico, pero apenas le bastaron dos horas para convencerse y otras tantas para pensar en un nuevo proyecto, Es fácil de dejar de fumar si se sabe cómo, el libro que le convirtió en millonario y que llevó a miles de personas a cambiar el sabor de la nicotina por el del papel amordazado de las esquinas de las páginas.

Visitas a la provincia

Mientras su cuenta corriente se ensanchaba, Carr decidió comprarse la casa de Benalmádena. Pocos eran los que sabían que vivía a pocos metros del Ayuntamiento, en un inmueble cómodo y lujoso, pero sin los excesos de muchos de sus mismas retribuciones. Lo único que permitía reconocer en él a algo más que al anglosajón común de la Costa del Sol era su Rolls Royce de color blanco, que le guiaba, incluso, en los trayectos más modestos por el pueblo.

Paraíso blanco del terapeuta

Hasta pocos días antes de desvanecerse, Carr lucía su sonrisa de gurú desprovista de corbata, alejada de la foto oficial de las contraportadas que le hacía parecerse injustamente a un candidato del partido republicano, el de todos los vicios insanos. El escritor londinense eligió la provincia para vivir y para morir. La ruta de la despreocupación situada a pocos kilómetros del cuartel general de su antídoto. Su coche no podía tener otro color en Benalmádena.