Al igual que Rafa Nadal, recibió la antipatía de los franceses. Su nombre está unido a la leyenda, quizá de un modo mucho más genuino y rotundamente malagueño que la lista inabarcable de cantantes y aristócratas. A El Titi no le hacía falta bruñirse el pecho para ganarse el favor de la reina, era sencillamente el ancla de una maquinaria que acabaría de fijar sobre la provincia el título de industria diferente, de paraíso de casta y abolengo cómico, real, mediterráneo.

Se le veía cruzar a toda prisa las calles de Torremolinos, rodeados de valquirias adamascadas y divertidas, de finas doncellas y turistas de renombre. También con un pájaro, Capitán Morgan, con el que a veces compartía números y dimensión cósmica. Era marca de un destino que necesitaba aligerar la marca, especialmente para distanciarse del arabesco y las cursiladas que empezaban a apelmazar otras playas. Román Troncoso Rueda, que así lo bautizaron en Chiclana, ejerció de buscavidas irredento, imaginativo, amable. En las décadas de los cincuenta y los sesenta, extendió su popularidad sin distinguir entre turistas nacionales y extranjeros, sin reparar en las fronteras, como el jamón ibérico o los goles de Kubala.

En nada lo frenaba eso de ser sordomudo, El Titi largaba y largaba, tanto como para que uno de sus silbidos tumbara al lenguaje y llegara a dialogar sin trabas idiomáticas con las herederas de las fortunas más afamadas de Europa. ¿Un adonis? No era precisamente su caso. Aunque empezó como empiezan las historias cenicientas y los amores imposibles, de mozo hacendoso, llevando maletas y esperando el desembarco de los que venían a pasárselo en grande.

El Titi curraba como un bestia. Cada vez que llegaba un autobús a Torremolinos, se precipitaba a su falda para transportar el equipaje. Lo hacía con gracia, pero sin picaresca. Su estilo consistía en no engañar a nadie. En una ocasión alguien le pagó más de lo debido y como única respuesta devolvió las maletas al punto de partida junto con la correspondiente moneda. La dignidad de Román no era cuestionada, salvo por los medios franceses, que le reprocharon lo mismo que a los campeones más achaparrados del Tour de Francia.

Si algo caracterizaba a El Titi era su ingenio, su gracia de héroe quevediano. Los testigos del despegue del turismo lo recuerdan con las orejas atizando al viento y con un traqueteo sibilante que invitaba al despelote y al ocio menos engolado. Román imitaba el sonido de una moto mientras conducía a turistas y maletas, un soniquete que le ganó mucho más amigos que adversarios. Los únicos, en realidad, fueron los redactores de Paris Match, enfrascados en una campaña torticera para defender la preponderancia de la Costa Azul y entorpecer, de paso, a sus nuevos rivales. La revista salió dispuesta a salvar a su Anquetil y lo hizo con el machete dirigido a uno de los vecinos más queridos de Torremolinos.

El ataque de Paris Match fue tan rastrero como ramplón. Se limitó a señalar que una tierra no podía liderar el negocio teniendo como vecino más ilustre a un hombre que se creía una moto. El Titi, sin embargo, no estaba solo. La muchachada de La Codorniz, que veraneaba en la Costa del Sol, recusó a los franceses tildándoles sutilmente de zoquetes y desinformados, ya que las cosas, aclararon, habían evolucionado y Román ya no era una moto, sino un espléndido automóvil.

Si Álvaro de la Iglesia y lo suyos tenían razón, debió de tratarse de un Rolls Royce. O como mínimo de un descapotable. Sólo así se explica el interés que despertaba entre las bellezas más adineradas, que lo acompañaban a las corridas de La Malagueta y los festines populares, soldadas a su brazo como si de un director de cine se tratara. El Titi fue, entre otras cosas, el protegido de los Bismarck, pero nunca perdió la gracia. Primero con su cantinela y sus maletas, y después con su cubo de agua, dispuesto con un trapo a que ninguna paloma manchara la placa de la calle que rememora sus días de gloria, su grano de oro en la montaña.