Vuelve julio, vuelve el aeropuerto. El gigante de cristal y acero, la nueva terminal, despliega su lengua y miles de personas entran al juego del viaje y la llegada, al vicio posmoderno de las vacaciones. Las previsiones hablan del final de la crisis, las imágenes también. Decenas de personas en todas direcciones. Más de 1.735 vuelos en apenas cinco días. El edificio convertido en una ciudad, en la catedral del tránsito, acogida a uno de sus retos más ambiciosos desde que en marzo de 2010 inaugurara sus nuevas instalaciones, dar respuesta al inicio de una temporada que se antoja exigente y, a un tiempo, esencial para la economía.

Maletas, cintas, megafonía y una extensión equivalente a 750 campos de fútbol. Quizá nos hemos acostumbrado demasiado rápido a las respuestas de la tecnología. Ya lo sugería Ortega. El número de personas que enciende una bombilla es infinitamente superior al que comprende su circuito. Con el aeropuerto pasa algo similar. Todos lo utilizan, pero pocos son los que entreven el engranaje, especialmente desde la puesta a punto de la T3, que ha supuesto una nueva rebelión en sus mecanismos cotidianos, otro misterio adentro de la cripta.

El personal técnico pone cara de terror antediluviano cuando se le pregunta por los sistemas que precedieron a la inauguración. No es que la T2 funcionase con catapultas y poleas, pero el nuevo edificio ha comportado la mecanización de muchos procesos y la introducción de modelos que en la mayoría de los casos presumen un hito tecnológico, al menos, en España. El aeropuerto tiene la segunda tienda libre de impuestos más grandes de Europa, un amplio surtido de comercios exclusivos, sí, pero no es por eso por lo que funciona con una precisión autorregulada de metrónomo, de reloj sin apenas derecho a la parálisis momentánea del cambio de día.

Los más de doce millones de pasajeros que utilizaron la terminal el pasado año, que se convertirán presumiblemente en trece durante este ejercicio, tienen que tocar suelo o regresar a casa, según sea su objetivo. Aquí no hay paliativos. El aeropuerto aplica para ello una maquinaria obsesiva, de madre invencible y sobreprotectora, aunque sin que el viajero lo perciba. Los procesos, incluidos los más nimios, se revisan continuamente en busca del gazapo y, además, a una velocidad que exige labor de ejército implacable, de ingeniería.

La terminal nacida con la crisis se ha conjurado para evitar que su funcionamiento pueda inhibir a ningún turista. Todo está pensado para facilitar los pasos del viajero. En muchos casos, con la colaboración de las instituciones, que se han dado cuenta de que el aeropuerto no sólo es un anillo de comunicaciones, sino también la primera cara del destino. La Junta y el Ayuntamiento disponen ya de expositores informativos contiguos a la pista. Y su presencia no es, ni mucho menos, caprichosa. Yolanda, de Turismo Andaluz, cuenta la vuelta al perfil aventurero, al turista que aterriza sin ni siquiera haber reservado el hotel, dispuesto a resolver sobre el terreno cualquier duda.

La T3 se arboló con la mira puesta en las nuevas respuestas del turista. Está obligada a actuar con rapidez, eficacia y lógica comunicativa. El intercambiador de transportes es un buen ejemplo. Un nudo que une con la flota de taxis y autobuses, con los trenes, con los aeropuertos y hasta con una subestación de vehículos reservada para los operadores y los hoteles, que pueden guiar comódamente a sus clientes sin necesidad de las improvisaciones ceremoniosas del paraguas en alto y el cartelito.

El aeropuerto opera reforzado por numerosos servicios y curiosidades. En sus tiendas se ofrece el pistón de un Ferrari, gafas de sol para perros; hay farmacias, una sala multiconfesional de rezo y una capilla a la que cada domingo acuden feligreses de la barriada de San Julián y en la que se aprecian marcas extraordinariamente simpáticas como un confesionario de metal y vidrio, con celosías historicistas. Todo cadencioso y amable, pero complementario de las que se presuponen en las virtudes definitorias del complejo, su capacidad para asistir a miles de personas al mismo tiempo, cada una de ellas con su prioridad y su operación, con su urgencia.

Las tripas del aeropuerto comienzan en un gran ojo, el Centro de Gestión en Tiempo Real, un salto cualitativo en el funcionamiento de las instalaciones que, como tantos otros, ha venido aparejado a la T3. La metáfora es necesariamente el Gran Hermano, de Orwell, y lo es porque esta vez sí que explica con precisión el contenido de una sala que, situada por encima del tráfico y de la zona de embarque, controla casi todo lo que sucede en las instalaciones. Desde los fallos de mantenimiento a los colapsos de circulación de los accesos o el número de aviones acumulados en pista. Los técnicos se valen de más de trescientas cámaras, hacen de dioses, pero también de demiurgos, de inteligencia ordenadora. «Nuestro trabajo consiste en detectar incidencias y comunicarlas inmediatamente a la unidad encargada de resolverlas», precisa Joaquín.

Antes de las comodidades del Centro de Gestión en Tiempo Real, eran los propios equipos que trasiegan por la terminal los que se encargaban de cazar la anomalía y dar parte. La informática no ha supuesto su reemplazo, sino una alianza que deriva en la fiscalización de casi todos los rincones del aeródromo. Los profesionales ponen ojos ahí donde no llega la cámara y contribuyen a un sistema con sensibilidad para advertir al mismo tiempo de la limpieza como de las colas en los controles de seguridad. «Cuando vemos que se acumulan mandamos más personal», reseña.

La precisión informática se ajusta asimismo a la demanda de otro de los grandes músculos del aeropuerto, el tratamiento de equipajes. El casi centenar de puestos de facturación hace pensar en una ciudad subterránea y la realidad no le va demasiado a la zaga. El circuito de cinta magnética equivale a la distancia que separa a Málaga de Benalmádena y su organización trasciende de largo los barroquismos de las más enrevesadas cadenas de montaje.

Los equipajes se examinan y transportan en menos de 3 minutos. Un periodo que apenas da para que se consuma un cigarrillo, pero que en la lógica del aeropuerto conlleva hasta cuatro evaluaciones de seguridad. Cada una de ellas con filtros tecnológicos más severos, provistos de fortalezas tan resabiadas como para revelar el transporte de sustancias prohibidas a través de alteraciones en la condensación de los materiales.

Ramiro apunta que el último nivel contiene, incluso, una cámara hermética destinada a la detonación de explosivos. El camino de las maletas parece trastabillado y complejo, y sin duda lo es, aunque no lo suficiente como para no tener un antídoto en la enfermería del aeropuerto. El SATE (Sistema Automatizado de Tratamiento de Equipaje) posee una sala de coordinación con tecnología punta, en la que se sigue, a tiempo real, el recorrido de cada una de las bolsas. Un color identifica cada una de las incidencias en el mismo minuto en el que se registran y se da una supervisión especial a las últimas maletas que ruedan por la cinta. El control es tan minucioso que resulta casi imposible que se extravíe la carga entre la zona de embarque y la salida del circuito. El pasado 26 de junio se alcanzó un nuevo récord para la T3, 15.165 equipajes procesados en un solo día. Las operaciones cotidianas del aeropuerto, que en los cinco primeros meses del año se anotó un crecimiento de más del 14 por ciento, también tienen uno de sus motores esenciales en el Centro de Operaciones, que se dedica a guiar a los aviones en el momento en el que tocan la pista y escapan de la competencia de los controladores. Una función, que al igual que el resto , no se puede ejecutar sin el CPD, la estancia acorazada que soporta todos los servidores de la terminal. El cerebro del gigante que repliega y despliega su lengua, que enuncia el triunfo del turismo.